El patio, abriendo puertas

Conocía solo un pedazo, una de oídas, lo que Ángel cantaba a grito pelado en los botellones, lo que escuchábamos en el Dónde Vamos entre partida y partida, entre cerveza y cerveza: «Creo recordar que por la noche el pájaro blanco echó a volar de nuestros corazones…». Era triste, sonaba desesperada. Me gustaba. Mucho más que esa otra que ponían a veces, la de la puerta. Era otro tono, era otra historia, también sesgada, requiriendo como tantas otras canciones una escucha más profunda, más detenida. La inmediatez de un bar cutre de fin de semana no admitía los casi diez minutos de Abre la puerta, así que durante mucho tiempo En el lago, la de los gritos desaforados de Ángel, cuajados de gallos premeditados, fue la canción que para mí definió a Triana.

Había también alguna cinta de casete en casa. Grabación sobre grabación, ecos de canciones borradas superponiéndose a las más recientes. Tu frialdad sonaba como un eco fantasmal, casi un susurro extraviado en el tiempo. Hice el intento un par de veces, estimulado por los retazos de gloria que alcanzaba a asimilar cada fin de semana, pero fue inútil: en realidad no se oía un carajo. En una época en la que el acceso a la música era algo más costoso, casi un acto voluntario de conocimiento, libre de los automatismos consumistas de la era de Internet, que lo devalúan todo, que todo lo ensucian, era cuestión de tiempo que mi curiosidad me empujara a comprar el que, según pude entender, era el disco más representativo del grupo, y no solo eso, sino también uno de los discos mayúsculos de la historia de la música en España: El patio.

Siete canciones y la inmortalidad. No les hizo falta más a los sevillanos, aunque tuvieron ocasión de seguir demostrando su valía en otros discos no menos meritorios a lo largo de la segunda mitad de los setenta. Siete canciones, sí, incluyendo las ya sabidas En el lago y, sobre todo, ahora sí, íntegra y compleja, inagotable, eterna, Abre la puerta. Diez minutos irrepetibles, necesarios, insultantes. Soberbios. Aquella canción, la primera del disco, no podía dejar indiferente a nadie: desde el largo desarrollo instrumental del comienzo, pasando por la poderosa irrupción de la voz de Jesús de la Rosa, los teclados hablándose entretanto con las percusiones de Tele y la guitarra de Rodway, el canto sencillo, la letra casi infantil, «Hay una fuente, niña, que la llaman «del amor», donde bailan los luceros y la luna con el sol», así hasta la maravillosa coda final en la que, a modo de presentación, cada miembro del grupo hace su propio alarde instrumental, otra vez teclados, guitarras, percusiones, cada cual aguardando su turno, secuenciados hasta desembocar en ese… ¿cómo llamarlo?, ese caos ordenado, ese resumen sonoro, tormenta sostenida por punteos eléctricos y rematada, por rematarla de alguna manera, con un final pausado, casi abrupto. Diez minutos, y uno que se queda con ganas de volver a escucharla.

Abre la puerta habría bastado para justificar la existencia de este disco, y diría que incluso la existencia de cualquier grupo. Pero es que aparte de esta, el que fuera primer disco de Triana contenía otras joyas como Sé de un lugar, Recuerdos de una noche, la ya citada En el lago y, sobre todo y para mí, Luminosa mañana, esa canción pequeña, discreta e infalible que siempre encontramos en los discos importantes de nuestra vida y a la que le terminamos guardando, por un motivo u otro, un cariño especial. Todas estas canciones, como tantas otras, tantas y tantas de tantos y tan buenos discos, han venido acompañándome desde entonces, ya media vida: lo mismo a la luz naranja del salón de casa de mi madre que fregando platos al mediodía, lo mismo en el coche camino del trabajo que en los auriculares del MP3 cuando salía a caminar, preparándome para el Camino de Santiago, ahora mismo lo recuerdo una vez más, una mañana luminosa de verano pateando las tripas viejas de Málaga, de las entrañas de Capuchinos hasta la cima de Gibralfaro, de calles solitarias inundadas de sol hasta la arena donde el mar se cansa. Ahí estaban, bien cerca, y aquí siguen todavía: canciones que suenan en mi mente, hilvanando pedazos de vida.

El patio supuso un hito musical difícil de igualar, un debut apoteósico que, más allá de etiquetas (rock progresivo, rock andaluz…) o de modas, estaba predestinado a ocupar siempre las primeras posiciones en las listas de discos españoles más importantes del siglo XX. Cuando por fin pude entender toda su riqueza y toda su complejidad, con apenas veinte años, me sentí de súbito ridículamente maduro, como si escuchar aquella música densa y vieja me aportase cierto prestigio, cierto poso de sabiduría que a muchos, por simple ignorancia o desentendimiento, no les alcanzaría jamás. Algo parecido, ni más ni menos, a lo que ya me había sucedido, por ejemplo, con Héroes, pero con más solera. Y es que seguía siendo un niñato, después de todo. Aunque, al menos en adelante, podría berrear aquellas canciones con conocimiento de causa cada vez que las pusieran en algún bar.

Lástima que al Dónde Vamos no le quedara ya demasiado tiempo de vida.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s