
«El jinete polaco», de Antonio Muñoz Molina. Editorial Seix Barral, colección Biblioteca Breve.
Leer «El jinete polaco», sumergirse en su prosa densa y perfecta para dejarse arrastrar a través de años de historia y de casualidades perfectamente orquestadas, poner un disco en el Martos, descubrir la momia de una muchacha emparedada, dejarnos fotografiar en sepia, sentir en la garganta los restos perdidos de nuestra juventud rebelde, esa que siempre deseaba huir, huir lejos, de Mágina, de nosotros mismos, huir a donde fuera, para al final hallar nada más que redención, para claudicar ante la eficacia de ese destino que mueve los hilos antes incluso de que nos percatemos de que cosas así, cosas como las que Muñoz Molina nos cuenta en esta extensa novela, pueden suceder y seguirán sucediendo, porque el círculo siempre termina por cerrarse, de un modo u otro; leer «El jinete polaco», aparte de todas esas cosas que comento y muchas más que no nombro, porque no soy Muñoz Molina y no tengo la virtud de aglutinar tantas ideas y tantas sensaciones de una vez, sin que empachen o terminen por no entenderse, es admitir que nos encontramos ante uno de los libros mejor escritos que he leído. Es reconocer, por mucho que pese, que uno jamás podrá alcanzar cotas tan altas de calidad en el noble arte de escribir. Es, en definitiva, dejarse atrapar por la literatura, la buena, la de verdad.