Prosopografía cruel

Tiene la mirada firme, resuelta. Es la mirada de un hombre que jamás vacila. Las pupilas minúsculas se pierden en la inmensidad amarillenta de la esclerótica, chispean de puro genio, sin perder de vista su objetivo, la víctima incauta de esas cavilaciones que ahora se retuercen y cobran forma detrás de la frente alta, una frente por lo demás despreocupada, surcada de arrugas escépticas. Las aletas de la nariz, en tanto la mente se regodea en el análisis pormenorizado de las debacles ajenas, se expanden y contraen satisfechas al compás de la respiración, lentamente, adentro y afuera. Un bigotillo maquiavélico se encarga de subrayar ese movimiento imperceptible, atrae la atención del observador distraído hacia el centro geométrico del rostro, en donde se concentran las únicas señales aparentes de vida: aletas adentro y afuera, ojos que brillan de maldad. Y la sonrisa, mientras, congelada. Una incisión delgada y curvilínea, comisuras que exhalan vapores de bilis, labios grises que ocultan con toda probabilidad colmillos de bestia o lengua de reptil. Remata el conjunto cierto aire de complacencia mal disimulada: no hay arrepentimiento, no hay pesar en lo que barrunta y se dispone a hacer, sea lo que sea. Sabe que está mal y no le importa demasiado, o no lo sabe y, por tanto, no puede importarle en modo alguno. Es, en definitiva, la siniestra determinación de quien se complace en ser un auténtico hijo de puta.

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