
«Si te dicen que caí», de Juan Marsé. Edición de Ana Rodríguez Fischer y Marcelino Jiménez León para Cátedra.
Es triste y hasta contraproducente para un aprendiz de literato reconocer que, antes de que cobrara conciencia de la procedencia real del título de esta monumental novela de Juan Marsé, y antes incluso de conocer la existencia de la novela en sí, eso de «Si te dicen que caí» me sonaba únicamente de una canción de Calamaro (no son horas de reírse, no son horas de olvidar…). Oigo vestiduras desgarrándose. Mea culpa. Mi visión del mundo fue siempre parcial y sesgada, tenía y sigo teniendo graves vacíos que se rellenan por sí solos gracias a datos intrascendentes, rebuscados y, en ocasiones, de tintes rematadamente «gafapastiles», datos que a mi pobre cabeza le da por almacenar en base a quién sabe qué criterios.
El caso es que por aquel entonces, más proyecto de hombre hecho y derecho que estudiante el día de la primavera, ya había disfrutado de unas cuantas obras de Marsé: «Últimas tardes con Teresa», «Rabos de lagartija», «El embrujo de Shanghai»… Me gustaba como escribía el tipo. Me gustaba el universo de sus novelas, esa posguerra cruel ambientada en los barrios bajos y menos bajos de Barcelona. Se podría decir, sin restar ningún mérito, que Marsé escribió siempre la misma novela. Eran sus pasiones, sus demonios, sus obsesiones. Posguerra, Barcelona, chiquillos desharrapados, pobres y consumados diablos buscavidas, soberbios aprendices de santos, de vida bien hallada y veleidosas querencias… ¿Por qué tendría que escribir de otra cosa? Admiro el compromiso de determinados escritores para consigo mismos. Esos que dicen, sin necesidad de usar palabras: «Miren, esto es lo que ofrezco; si les gusta bien, y si no pues váyanse al carajo». Pues bien: esos temas eran los preferidos de Marsé. Eran su mundo entero, su universo literario propio. ¡Quién pudiera presumir de algo así!
Sin embargo, y pese a estar familiarizado con ciertas partes de su obra, «Si te dicen que caí» supuso un doble salto mortal con tirabuzón en mi relación con el señor Marsé. Creo que es una de las novelas que más me ha exigido como lector, y eso que la maravillosa edición de Cátedra ayudaba muchísimo, como es costumbre, a entender la infinidad de referencias, alusiones, recursos e interconexiones que van y vienen en aparente caos a lo largo de la obra. Aventis, niños que inventan historias, anarquistas, posguerra, cómo no, pero también Barcelona, como siempre, inigualablemente descrita, una Barcelona que quizás ya no existe más que en ese universo literario que comentaba antes, pero que sigue asomando de improviso cuando uno menos se lo espera. Recuerdo, por ejemplo, estar paseando por la plaza Lesseps con mi hermano y mi madre, en una de las muchas visitas que hicimos a la ciudad en aquella época (dos miles y pico). Creo que bajábamos del parque Güell. Era mediodía, pero de repente imaginé la plaza y las calles aledañas bajo la luz benévola del atardecer, cuajadas de granujas sentados en los bordillos de las aceras, pobres chiquillos mirando desconfiados desde su miseria mientras inventaban historias que mejorasen y transformasen y en cierto modo mitificaran la gris realidad que les había tocado vivir… O quizás no. Quizás, ahora que cuadro fechas, no fueran esos chavales desvalidos a los que imaginé en aquel momento. Quizás fuera el Pijoaparte a quien me dio por recordar, y a los chavales los viera en realidad años después, cuando leí de veras la novela, superponiéndose las imágenes captadas durante aquel paseo familiar al sentimiento que la lectura me provocaba en ese instante, como tantas veces nos sucede al recordar recuerdos. Lo que sí que recuerdo, valga la redundancia, es que aquel día en la plaza Lesseps canté con mi hermano «Los fantasmas del Roxy». Ya, ya. Más vestiduras que se rasgan (o quizás no; a fin de cuentas no es lo mismo Serrat que Calamaro, dirán muchos…). Pero en fin, ¿cómo no íbamos a cantarla?
En definitiva, «Si te dicen que caí» no es una novela fácil. No lo es. Quizás como iniciación al universo de Juan Marsé recomendaría otras novelas. Aun así, creo que es una novela increíble: por lo que propone, originalísimo, claro que sí, pero también por lo que consigue, por el poso que deja y, sobre todo, por ese compromiso ciego del autor consigo mismo. Como curiosidad de la edición de Cátedra, esta incluye un segundo volumen en el que se detallan las correcciones realizadas por Marsé en las ediciones de 1976, 1989 y 2010, correcciones que dan buena cuenta de las manías de todo escritor que se precie. «Yo también tengo manías de ese tipo», me digo con soberbia mientras ojeo el libro. Solo me falta, claro, preciarme de ser lo que Marsé fue.