Rock Star (crónica breve de una despedida)

Cada concierto era un acto de purificación. Subía al escenario y era como darse de bruces nuevamente con la vida, la vida de verdad. Plenitud, un nudo en el estómago, silencio breve, y luego el aplauso atronador. Los cinco sentidos se avivaban entonces, atraídos por estímulos recién descubiertos con regusto a Déjà vu. «Todo acaba y todo empieza, círculo infinito». Era esa la canción con la que, a modo de sencillo homenaje a sus propias sensaciones, empezaba siempre el recital. El tipo tímido y retraído, agradecido, a veces esquivo, se transformaba en ese instante en un raudal de gestos y aspavientos, manos al cielo, cabellos húmedos pegados al rostro, boca abierta en un grito desesperado y trémulo, camisa abierta al calor del público entregado. Así durante dos horas, a veces más. El ritual de costumbre. «El público lo merece, darles menos sería como engañarlos». Era esa la excusa, el impulso políticamente correcto, correcto a pesar de todo. Algo así como un pacto de no agresión. Pero las estrellas de rock no tienen por qué ser correctas: tendría que haber admitido, antes de entonar la última canción, mucho antes de despedirse para siempre o por ahora, que lo hacía por él, que cantaba y se dejaba poco a poco la vida encima del escenario nada más que por él. Que la comunión era consigo mismo, que la ofrenda era en honor a su propio legado de treinta años en el mundo de la música, quién sabe cuántos más, quién sabe si jamás. El público era algo circunstancial, necesario para completar la escena, pero anónimo y cambiante. Cabezas amontonadas en la oscuridad de la pista, voces, brazos en alto. « Público querido», como solía decir entre canción y canción, receptores huecos, diría para sí, gente que va y que viene, convidados de piedra condenados a presenciar un espectáculo que jamás entendieron en toda su dimensión. Sucede así en cualquier manifestación del arte. Él siempre lo supo, solo que eligió el último día, el último instante, con la voz apagada para siempre o por ahora, para sincerarse y asumir el papel inequívoco de estrella de rock, ese que, en los breves lapsos lejos del escenario, entre gira y gira, se había negado a sí mismo. Adiós al tipo tímido y retraído. Agradecimientos los justos, comunicado escueto y claro: «Me voy, público querido. Al cabo nada os debo, me debéis cuanto os he cantado».

Las filias y fobias resultan a veces muy curiosas. Muchos dicen que nuestro cantante ya no daba para más, que estaba agotado física y artísticamente. Que jamás supo estar a la altura de su leyenda, que incluso la despedida, tomada prestada de alguien con más talento, fue pura impostura.

Pero claro, todo eso lo soltaron, justamente, después de que dijera adiós. Antes… era otra historia.

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