
Mamá manda a la nena a la cama a eso de las diez. No hay discusión: es tarde, mañana colegio. La nena, como siempre, se queja. Quiere ver la televisión, quiere recibir la madrugada con los ojos bien abiertos. A esa hora incierta en la que papá regresa del restaurante. Y dar un brinco en el sofá, saltar encima de él, brazos alrededor del cuello, olor a sudor y a algo impreciso que la nena todavía no sabe identificar con el alcohol. Pero no hay discusión. Nada que hacer. A las diez y cuarto la nena se mete en la cama.
Desde la habitación, bajo las gruesas mantas y la colcha, la nena oye el sonido amortiguado de la televisión. La serie de los martes. Mamá ha debido de encender un cigarrillo: ese olor sí lo tiene identificado. Le gusta. De mayor fumará. La nena no tiene sueño. Durante un rato, entre pensamientos, juegos imaginarios y frustración, intenta seguir la trama de la serie de los martes. Nada que hacer. Las voces le llegan como si estuvieran encerradas en una caja de zapatos. Arriba, además, el hijo de los vecinos ha empezado a mover muebles, como casi todas las noches. El chirrido astilloso se clava como agujas afiladas de madera. Luego, ruido de tacones. Reprimenda. Más voces ocultas en cajas de cartón.
Cuando mamá apaga la televisión, la nena sigue despierta. Ha decidido permanecer así, en vela, hasta que papá vuelva. Quiere darle la bienvenida, saltar de la cama encima de él, brazos alrededor del cuello, etcétera. Ahora oye las zapatillas de mamá arrastrando por el suelo de terrazo. Seguramente se ha quedado dormida en el sofá, como siempre: el cuello colgando a un lado, la boca abierta, como un cadáver de película secándose al sol. Los muelles de la enorme cama de matrimonio, crujiendo con estruendo hueco, anticipan el clic del interruptor. A través de la puerta entreabierta de su habitación, la nena ya no atina a ver el tenue resplandor de hace un minuto: todo es oscuro como boca de lobo, como las tripas de la madrugada que campa del otro lado de la ventana, persiana bajada hasta los topes preservándola de los peligros de la noche.
Pero los peligros están también en la habitación. A veces. No sólo allí fuera. Están dentro del armario, debajo de la cama. Papá llegará dentro de poco para salvar a la nena. Saltará de la cama, brazos alrededor del cuello, nada más que hacer: beso de buenas noches, ese olor impreciso que impregna el aliento y la piel, mantas arriba y a dormir. Aun así la espera merece la pena. A la nena le pesan los párpados, tiene que ser ya muy tarde. La hora de la magia, la hora en la que cualquier cosa puede pasar. A través de la persiana llega de cuando en cuando el ruido de un motor a toda prisa, sirenas, luces azules, amarillas luces reflejándose del otro lado de la persiana bajada. En el ojo patio se oye el motor del ascensor. Alguien sube, seguramente papá. Ya es hora. La hora mágica. Sin embargo, la cabina parece detenerse un piso más abajo. Crujido de llaves, abajo, puerta que se abre, el tintineo inconfundible de la campanilla del vecino, puerta que se cierra, silencio. Nada que hacer.
De repente suena el teléfono de mamá. En la habitación de al lado, en medio del silencio espeso. La nena oye la voz adormilada de mamá. Hay algo raro en ella, cierto nerviosismo. De lejos siguen oyéndose sirenas. El hilillo de voz de mamá parece quebrarse de súbito, pregunta, no puede ser, vuelve a preguntar algo, la voz termina de romperse, un sollozo, llanto, gritos. La nena se incorpora en la cama. El teléfono de mamá cae en la mesilla. Siguen oyéndose los sollozos. En el ojo patio, nada más que silencio. La noche ajena, callada. Sin magia.
Nada que hacer. La nena recién lo descubre. Papá no volverá.
¡Ostras! Se me han puesto los pelos de punta.
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Objetivo cumplido, Ana. Gracias por tu comentario
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