Ellie (inescrutables son los caminos)

Se llamaba Ellie y era canadiense. Rubia, ojos claros, piel sonrosada por el sol. Veinte años, aunque eso no me lo dijo, sino que más bien lo deduje: por la torpeza de sus besos, arrebatados de más, demasiado húmedos; por el rubor de sus mejillas y el miedo en su mirada —miedo a no gustar, a resultar poca cosa, vergüenza de juventud indecisa al mostrar su cuerpo desnudo detrás de la tapia de la iglesia—. Tuve que guiarla, enseñarle. Veinte años de experiencia mojigata, acaso caminando detrás de un espejismo romántico que creyó identificar en mí: yo detrás de la barra de la posada, ella riendo, ella brindando, Ellie como una aparición milagrosa, escoltada por esas dos amigas suyas, un destello de luz en mitad de la multitud sombría, la multitud desdibujada de todas las noches, acentos diferentes, motivos enfrentados para darse cita en este rincón apartado del universo, y ella, Ellie, Ellie que de repente me vio y ya no dejó de mirarme. Desde ese momento todas sus sonrisas fueron solo para mí, todas sus esperanzas de niña intrépida, pobre niña embarcada en una aventura demasiado grande para ella: para su piel blanca, para sus pies pequeños, para su espalda ligeramente encorvada por el peso de los días.

Tras varios minutos de mutuo análisis, de flirteo de instituto en la distancia, Ellie se atrevió a acercarse a la barra, abriéndose paso entre la multitud, y me pidió otra copa de vino: una mera excusa para entablar conversación. Chapurreaba el castellano bastante bien, con una entonación pastosa y quebradiza, ingenua de más dadas las circunstancias. Me preguntó el nombre, si trabajaba en la posada desde hacía mucho, si era del pueblo. Me contó de ella, de su vida de niña bien en Montreal, de las razones que la habían traído hasta aquí, tan superfluas, tan huecas, tan similares a otras tantas razones trascendentes que unos y otros suelen esgrimir con orgullo cuando el vino empieza a soltarles la lengua. Conozco de sobra esas razones: superación personal, espiritualidad, conocimiento, deporte, turismo. ¿Qué más da? Todo se encarga de echarlo por tierra el largo camino. Ellie no entendía de estas cosas todavía, no sabía de frustraciones ni de fracasos: solo quería pasarlo bien, eso me dijo mi guapa Ellie, conocer gente, vivir la experiencia. «Como si fuera el último día», añadió al cabo de un rato, mirándome muy fijo, sonriendo y señalando con la cabeza hacia la puerta. Pobre, ingenua Ellie…

Era ya madrugada cuando, al refugio de la tapia de la iglesia, de espaldas a las quince casuchas que todavía siguen en pie en el pueblo, Ellie y yo nos comimos los cuerpos a besos, dejándose llevar, su cuerpo blanco desnudo agitándose sobre el mío, su voz pastosa quebrándose en un gemido desesperado. De lejos se escuchaban los grillos y los cánticos de algunos peregrinos borrachos que volvían ya al albergue. Al día siguiente, según me dijo con pena —pena por lo que implicaba, pena impostada, imposible añoranza anticipada—, le esperaban casi treinta kilómetros de etapa. Nada que sus pies diminutos y su espalda dolorida, su espalda blanca y fresca, no pudieran soportar, porque nada, absolutamente nada, la detendría hasta llegar a Santiago. Su voz se ahogó en un nudo de congoja al decir esto, como si recién hubiera descubierto un amor imposible, abocado al fracaso de antemano. Después nos abrazamos a la luz de las estrellas, y ya no volvimos a decir nada hasta que regresamos al albergue donde se hospedaba.

A la mañana siguiente la vi marchar a través de la ventana de la posada. Escoltada por sus dos amigas, que no paraban de cuchichear y de carcajearse, Ellie seguía como obediente hormiguita las indicaciones de las flechas amarillas. No nos despedimos, ni tampoco se atrevió a mirar hacia atrás; después de todo, ya nos habíamos dado los teléfonos, y habíamos prometido escribirnos. Eso fue todo. Al cabo de unas horas, a eso del mediodía, una nueva recua de peregrinos, con sus acentos diferentes y sus motivos enfrentados, empezó a llegar a Hontanas. La vida comenzaba de nuevo: el ciclo de siempre, inalterable.

Hoy, dos semanas después, he vuelto a recibir noticias de Ellie. Al fin ha llegado a Santiago. Incluso me ha enviado una foto, y me he sorprendido al comprobar que no recordaba bien su cara. Y es que desde aquel día han sido muchas las que han pasado por la posada. Anoche, sin ir más lejos, fue Alejandra: treinta y dos años, argentina. Morena y voluptuosa. No tuve nada que enseñarle. Todo fue más fácil, más natural. A veces hay suerte; otras, en cambio, la cosa se complica. Depende del día, por supuesto.

Mientras veo partir a los peregrinos de ayer a través de la ventana, tratando de localizar entre la multitud a mi argentina brava, leo de nuevo el mensaje de Ellie: me dice que a ver si con un poco de suerte volvemos a vernos algún día. Yo creo que me echa de menos. Pobrecita; pobre, ingenua Ellie…

Espero que todo le vaya bien, allá donde vaya.

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