
El bullicio de la cafetería resta importancia a las conversaciones anónimas de la tarde. Ruido de cucharillas, la máquina de café que silba, el rumor colectivo de voces ásperas, voces exaltadas, calmadas voces que susurran en una esquina o se encaraman a la barra metálica, las voces de alegrías inconmensurables y de pequeñas desdichas, ahogadas en el aire cargado de aroma a churros y a sudor. En la mesa del fondo, buscando el amparo de la indiferencia, prácticamente invisibles, un tipo vestido de gris parece discutir con una muchacha joven. Dos cafés que se enfrían, la mano de ella que reposa sobre la mesa mientras las manos de él gesticulan en el aire. De cuando en cuando, ella niega pausadamente con la cabeza, lo que provoca nuevos aspavientos de esas manos, acaso nuevas explicaciones. Los ánimos se calman al cabo de unos segundos. Silencio, miradas nerviosas que observan alrededor, a la multitud informe que les sirve de escudo contra una realidad de la que tal vez querrían huir. Él vuelve entonces a mirar a su acompañante. El rostro se relaja, la espalda se encorva hacia delante, el brazo se estira sobre la mesa, requiriendo el contacto de esa otra mano suave que aguarda allí, puesta como por casualidad. Los labios se mueven pausadamente ahora, mientras los ojos de ella penetran las intenciones de quien le habla. De nuevo la muchacha niega con la cabeza. No quiere, no puede seguir oyéndolo. Una lágrima le resbala por la mejilla, y la mano suave, una mano hueca de esperanzas, se desliza bajo las manos grandes que la aprisionaban, perdiéndose debajo de la mesa. El tipo de gris se echa otra vez hacia atrás, resopla, se frota los ojos cansados con los dedos. Ella, entretanto, calla y apura su café.
Tras un minuto sin hacer nada, el tipo de gris intenta aproximarse otra vez a la muchacha. Vuelve a cogerla de la mano, trata quizás de armar razones nuevas, razones ahogadas en el bullicio de la cafetería, pero enseguida, con un movimiento brusco, aparta sus manos y se incorpora. Algo ha visto, algo que lo pone en alerta. Alguien abriéndose paso entre la multitud. El tipo se pone en pie y saluda con un beso en los labios a una mujer elegantemente vestida que se ha acercado a la mesa. Sorpresa, sonrisas, gestos cómplices. La muchacha, cariacontecida, se levanta y saluda también a la mujer: dos besos, un largo abrazo, manos reconfortantes acariciando la espalda. Después, más sonrisas, explicaciones apresuradas. Nada verdaderamente relevante. Será por eso que nadie en medio del bullicio de la cafetería, ninguna de las miradas anónimas que atraviesan el aire espeso, parece reparar en la escena.
Qué bonita entrada hablando de amores y desamores en el bullicio de una cafetería sin que nadie les escuche. Gracias por compartir!!!
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¡Gracias a ti por leerme!
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