
Ayer por la tarde Maite y yo fuimos a la Feria del Libro de Málaga, como cada año, que para eso soñar es gratis, con la ilusión de encontrar algún libro de esos considerados como «valiosos», ya fuera por temática, presentación o por ser un viejo objetivo que hiciera tiempo que veníamos buscando añadir a nuestra biblioteca. Casetas donde elegir había, y gente también. Aparte de la búsqueda pausada de ese ejemplar que ni siquiera nuestro conocimiento habría sido capaz de identificar con antelación, una búsqueda por lo demás dificultosa dada la marabunta que se agolpaba delante de según qué casetas, queríamos asistir a la presentación de la última novela de Gustavo Martín Garzo, Premio Nacional de Narrativa y Premio Nadal entre otros muchos, un señor de amplia y reconocida trayectoria en esto de escribir y comunicar, admirado por Maite y, por el momento, en mi lista de futuras oportunidades. Por el momento.
La presentación de El último atardecer, que así se llama la nueva novela del señor Martín Garzo, estaba programada a las 19:00, pero como somos muy apretados pues allá que estábamos a las 18:30, pendientes de coger sitio, no fuera a ser que hubiese mucha gente. Y ciertamente la había: mucha, mucha gente que llenaba la caseta de la organización, pendientes, eso sí, de las anécdotas de una señora que en ese instante presentaba un libro de recetas de cocina. A eso de las 18:45 la señora terminó su disertación entre aplausos y selfies, y la caseta se vació en cuestión de segundos. Maite y yo nos apresuramos entonces a coger dos de las que consideramos mejores sillas libres, felicitándonos por nuestra previsión. Llegó así la hora de que el señor Martín Garzo hiciera acto de aparición, puntual, afable y sonriente, y la caseta, sin embargo, seguía tal cual la dejó la señora de las recetas tras su presentación: vacía. Bueno, no. Había diez personas. Diez. Pese a lo cual, obviamente, el señor Martín Garzo nos deleitó con una presentación sencilla y cercana, despertando al mismo tiempo simpatía y (objetivo cumplido) curiosidad por leer esa novela de la que terminó leyendo un párrafo magníficamente escrito. Aplausos incondicionales de las diez (diez) personas presentes, incondicionales pero, claro está, desangelados en el vacío imperante de la caseta.
Tras la presentación, el señor Martín Garzo fue conducido a todo correr a la caseta de la librería Rayuela, en la que firmaría ejemplares de la novela. Maite y yo fuimos detrás y tuvimos ocasión de saludar y de felicitar al escritor, quien, lógicamente, recordaba nuestras caras entre las de los asistentes a la presentación y nos dio repetidas gracias por haber estado allí. Acto seguido se metió en la caseta, arrastrado por un miembro de la organización, y tras un par de minutos de caos, lo colocaron donde buenamente tuvieron a bien colocarlo, sin ningún cartel que anunciara la firma de ejemplares ni una digna indicación, la que fuera, de que quien se encontraba allí, desubicado y aun así sin perder la sonrisa, era una de las figuras literarias más respetadas de las últimas décadas. Tanto fue así que, mientras nos firmaba nuestro ejemplar, un señor se le acercó con un libro de Annie Ernaux y la intención de que se lo cobrara. El señor Martín Garzo le remitió a quien estaba allí para tales cometidos, y cuando el otro señor, un tanto avergonzado, cayó en la cuenta de su error, al menos tuvo a bien disculparse, a lo que Martín Garzo le dijo que no pasaba nada, que había hecho una magnífica compra. Sin perder la sonrisa.
Tras este episodio, Maite y yo dimos una vuelta más relajada por el resto de casetas de la feria. La gente se apretujaba principalmente ante las de las grandes franquicias, esas que suelen colgarse la noble insignia de garantes de la cultura, en las que los mismos libros que puedes encontrar a diario en cualquier tienda copaban los lugares más privilegiados, los más visibles, los de mejores réditos. Mientras, desde las casetas de firmas más modestas se pregonaba otro tipo de mercancía, más humilde, más original en muchos casos, más batalla perdida en todos ellos, se pregonaba el género como en una suerte de librería-pescadería (librería por el tono comedido de los reclamos, pescadería por los reclamos en sí mismos) en tanto escritores noveles y en muchos casos autoeditados permanecían firmes e impasibles en sus asientos, esperanzados, ojitos brillantes a la par que acojonados ante la posibilidad de hacer el ridículo si es que no llegaban a vender ni un solo ejemplar. Sé de lo que hablo, y es una sensación de lo más inquietante, por mucho que luego la experiencia sea de lo más gratificante y blablablá. Al cabo de un par de vueltas, volvimos a pasar por las proximidades de la caseta de Rayuela, en la que el señor Martín Garzo seguía mano sobre mano, sonriente y no identificado. Alrededor, familias con carritos de bebé como carros de combate, intentando a duras penas suplir con una actividad más digna el servicio prestado a sus retoños por los móviles, y adolescentes ociosos buscando libros con buenas dosis de «salseo», que si no de qué, seguían su deambular distraído e increíblemente molesto de acá para allá. Todo sea por la cultura.
«La literatura está muerta», le dije a Maite cuando salíamos de la plaza, encabronado como suele pasarme en tales casos. Y es posible que así sea, en efecto. Que la literatura esté más que muerta, sí. O quizás es que, iluso como soy, haya pasado por alto, una vez más, el objetivo de este tipo de eventos. «Feria del Libro» se llaman, que no «Feria de la Literatura». Será eso.