
«Nunca pensé que la muerte fuera a darme tan igual. Será que el mal de muchos consuela a los tontos como yo. Todavía me acuerdo, sin ir más lejos, de cuando murió Emilia. La pobrecita mía podría haberse curado de aquella enfermedad, pero le tenía demasiado miedo a la posibilidad de morir como para centrarse en su recuperación. Se murió de miedo, de miedo a morir. Ahora yo, en cambio, me permito el lujo de tomarme todo esto a la ligera… ¡Jodido viejo loco! Lo mejor que podrías hacer es colgarte de una de las encinas. ¿Para qué esperar? De hecho, parece que a todo el mundo le ha dado por lo mismo: matarse o huir. Eso al menos dijeron en la televisión, cuando todavía emitía: que la gente se estaba tirando por las ventanas de las casas, que otros, muchos, preferían cortarse las venas o abrir la llave del gas. Es más sensato, sin duda, mucho más que salir corriendo. ¿A dónde vais a ir, desgraciados? Seguramente le siguen teniendo aprecio a sus vidas, los muy idiotas. Huirán de los disturbios, de todas esas barbaridades que dijeron por la radio que se estaban haciendo en la Urbe. ¡Gentes de ciudad! Yo siempre lo dije, se lo decía a Emilia y a los chicos, sobre todo cuando estos decidieron irse a vivir allí; les decía que en la ciudad solo hay dos tipos de personas: los cobardes y los embusteros. Los primeros le tienen demasiado miedo a la vida como para permitirse el lujo de perderla; se acostumbran poco a poco a lo que les toca en suerte, aceptan todo lo que tenga que sucederles, y son incapaces de mover un dedo para cambiar su situación, por muy a disgusto que en realidad puedan encontrarse. Pero los embusteros son peores, porque se tiran años y años aparentando, haciendo ver que están conformes con sus vidas, con las normas que las rigen, y luego, a la primera que pueden, se quitan la careta y hacen del mundo y de los demás a su antojo. Los cobardes son los que ahora huyen; los embusteros, los que se quedan y hacen cuantas barrabasadas se creen en el derecho de hacer».
Prólogo a «Memorial del fin del mundo».