
Antes de salir a la calle, X mira a la cámara imaginaria que siempre va consigo. A veces es una mirada de medio lado, labios apretados o entreabiertos, gesto sereno o intenso, dependiendo de la situación; otras veces, en cambio, es la pose indiferente de quien se sabe observado pero decide ignorar al observador, como hacen muchos músicos indie en sus fotos de promoción. En cualquier caso es pura pose, merchandising, branding, anglicismos huecos que justifican una actitud que tiene mucho de patológica. Porque allá en el portal no hay observador ni tampoco cámara que registre realmente los calculados movimientos de X. Son solo X y su reflejo en el espejo, miradas cómplices de soslayo antes de enfrentarse al mundo de fuera, en el que tampoco es que haya nadie, para ser sinceros, que vaya a brindarle una atención especial. Aun así X parece no reparar en ello: «Vamos allá, que ya es hora de empezar el día», se dice, sin poder esperar más para salir a escena. El público, de hecho, debe de estar ya aguardando. «La vida de X», 5×07. «Tantas cosas por decidirse en este capítulo…». Y es que, por ridículo que parezca, X se comporta como si fuera protagonista de una serie, una serie que gira en torno a su vida y milagros y de cuya existencia, por supuesto, solo X es verdaderamente consciente. Si fuera cierto, piensa X a veces, cuando le puede el peso de la realidad, si la serie en cuestión fuera algo más que una inyección de moral para su deformada autoestima, seguramente la compraría HBO, o Netflix, o cualquier otra plataforma de moda; si la serie de marras fuera cierta, y además valorada en su justa medida, le lloverían los premios y la crítica especializada la avalaría sin reservas. Por no hablar de la cantidad de estatuillas y de reconocimientos que X, como estrella absoluta de la historia y epicentro de la trama, atesorería en los estantes de su casa de mierda, esa en la que, por cierto, la mugre y el desorden anodino de cualquier ciudadano de a pie hacen brillar por su ausencia el glamour prefabricado de todo serial que se precie. Pero eso a X le da igual, o simplemente prefiere ignorarlo. Cualquier carencia queda de sobra compensada por el papel que tanto le gusta interpretar: ese alarde de recursos, tics, guiños, lugares comunes, actitudes en conserva, sentimientos gestados en largas cadenas de montaje que sabe sacar a colación cuando la ocasión lo merece (o no), tan similares a los de cualquier otra letra del alfabeto que, en el fondo, uno nunca sabe qué serie, real o ficticia, está presenciando en cada momento, si «La vida de X» o «Knowing Y«, si «Desmontando a W» o «Z». Porque todos, X, Y, W, Z, todos sin excepción parecen sacados del mismo molde, por mucho que todos, todos sin excepción, se crean únicos en su especie. Sin embargo, no son más que pobres estereotipos trillados, ombligos hipertrofiados que miran a la cámara imaginaria con la misma expresión afectada, que creen vivir las mismas azarosas vidas que se ven en esas series de TV que cada temporada marcan nuevos y más altos hitos, entregándose sin reservas a un público, su público, el cual, a poco que contara con algo de criterio, debería rechazar de plano tales imposturas y artificios. ¡Fuera afectación!, tendrían que proclamar los accidentales espectadores; fuera intensidad e histrionismo, fuera también esa honestidad rayana en la mala educación, tan de moda hoy en día. Son cosas que inevitablemente tendrían que cansar a cualquiera; a cualquiera que, aun sin haber pagado la correspondiente entrada, tuviera que tragar con un espectáculo que únicamente podría catalogarse de lamentable. Tal es la pobreza argumental de estas estrellas en libre exposición, tan limitadas sus propias ideas que, al tratarlos, uno podría tener la impresión de estar haciéndolo con alguien que resulta repelentemente familiar, alguien cuyos actos y palabras podrían ser adivinados de antemano sin ningún esfuerzo. Gente auténtica, sí… Así se autoproclaman individuos como X, Y, W, Z. Todo lo demás, vulgaridad. A veces olvidan, sin embargo, que en esencia son tan solo gente, y que, por tanto, pueden acontecerles los mismos e insustanciales infortunios que al resto, en absoluto dignos de figurar en un guion medianamente decente. Mirad si no a X. «La vida de X», 5×07. Punto álgido de la temporada, algo que hará que la crítica flipe de la hostia. Pero a veces las cosas no salen como esperamos. Tras analizarse frente al espejo durante un par de minutos, nuestra letra favorita sale al fin del portal de su mierdosa casa de la playa, y justo cuando va a cruzar la calle para dirigirse a quién sabe qué crucial encuentro, ese que marcará los derroteros de las siguientes temporadas, justo entonces una gaviota se le caga encima y le pone la ropa y el pelo perdidos de mierda. Pobre X… Quería vivir como en una serie de HBO, trascendental y perdurable, pero se olvidó de que «El show de Benny Hill», por poner el caso, también era una serie. Es probable, incluso, que a su alrededor no tarden en aparecer cuatro muchachas en ropa interior correteando delante de un viejo calvo y sin dentadura, para culminar de ese modo el patetismo no ya de la escena en sí misma, sino de las pretensiones recién abortadas. Luego, como colofón, risas enlatadas, una música cómica que suena como caída del cielo surcado de gaviotas, y un to be continued.
Pobre X, sí… Hicimos bien en ocultar su nombre.