En mitad del apocalipsis, hablamos también del amor. El amor puro de la adolescencia, última página, tan ingenuo que no ve más allá de un mero concepto idealizado, carente de defectos, imposible, eterno, más objeto de deseo, más ente abstracto codiciado a toda costa que cúmulo de atributos y virtudes felizmente hallados en el otro. También está el amor corrompido, podrido de rencores, hastiado de tiempo y de traiciones, amor cuarteado que se sigue teniendo, pese a todo, en consideración tan alta como para decidir sobre la vida y la muerte. Y el amor sin sexo, y el sexo sin amor, y montones de cuerpos violentados cubriendo las aceras, y toneladas de ruindad acicalada de sentimiento. Y aún más. Otros amores que se esparcen en pleno apocalipsis, sin llegar a sobrevivir a sí mismos, consumidos antes de la última luz. El amor de Dios que arde en el fuego de las iglesias, el amor fraternal que es acribillado a balazos en cualquier esquina. En nombre del amor propio la venganza se engalana de justicia, y en nombre del amor los cuerpos sin vida de mujeres y niños caen de bruces en brazos del hombre. Por el amor brindamos, por amor a la patria reventamos las tripas de nuestros enemigos, y es por amor, amor cobarde si se quiere, temor al karma, temor al Dios que arde, temor a nuestra conciencia culpable, que nos vemos obligados a proteger al débil y ansiamos a veces, solo a veces, ser el débil a quien se ha de proteger. Aun así avanzamos, avanzamos pese al miedo y a la debilidad, avanzamos por amor a una vida que nos queda grande, ahora y siempre. De ese amor hablamos también. De ese y otros tantos amores que menguan y a duras penas se sostienen. En mitad del apocalipsis, entre edificios que se derrumban y gentes que se arrojan al vacío. Pero también cada día, en el epicentro de nuestra rutina, allá donde nunca pasa nada. Amor que se escapa entre los dedos.