
«La colmena», de Camilo José Cela. Edición conmemorativa I centenario del autor. Real Academia Española. Asociación de Academias de la Lengua Española.
Los prejuicios son muy malos. Siempre. Yo ya los tenía incluso de pequeño, cuando veía en los anuncios de la tele a ese abuelete malencarado de papada flácida al que llamaban don Camilo, presto a atiborrarse de caldereta. «Si se empeña…». Guía Campsa, creo recordar. Hoy en día sería algo impensable: los escritores se toman demasiado en serio a sí mismos. Tampoco es fácil imaginar a todo un premio Nobel glosando las virtudes y desgracias del célebre cipote de Archidona, o reconociendo ante millones de espectadores que, entre otros méritos, era capaz de absorber agua a través del esfínter anal (por el ojete del culo, hablando en plata). Ante tal alarde de desfachatez, mientras tanto, la voz errónea de la experiencia increpaba a la pantalla del televisor desde la butaca de la salita: facha era lo más suave que decía de él, por no hablar de los intereses sobre los que supuestamente, según conjeturas de la época, se sustentaba su relación con una mujer mucho más joven. En resumidas cuentas, era razonable pensar que de semejante persona jamás entraría un libro en casa, y todo ello debido a una serie de conclusiones que, siendo o no precipitadas (quién sabe), en realidad no tenían nada que ver con el oficio de escritor. A menudo pasa, incluso con todo un premio Nobel. También es cierto que, en sus últimos años, el bueno de don Camilo se preocupó más de dar el cante que de mantener a salvo de esperpentos el legado literario que cargaba a sus espaldas. El personaje devoró al escritor, o quizás el escritor siempre fue personaje y quien terminó siendo devorada fue la persona. El caso es que entre el propio don Camilo y la voz errónea de la experiencia lograron posicionarme en contra de todo lo que tuviera que ver con el escritor gallego: de la misma manera que en casa jamás entraría un libro de semejante persona, yo nunca leería nada suyo, ni en casa (lógicamente) ni en ningún otro lugar, ni bajo ninguna circunstancia.
Tuvo que venir la RAE muchísimos años después con otra entrega más de su fantástica serie de ediciones conmemorativas para sacarme del error. Es cierto: durante más de veinticinco años permanecí fiel a mis prejuicios. Sin embargo, la inquina de mi juventud se había ido atemperando poco a poco con el tiempo, de manera que, aunque seguía teniendo mis reservas y pensaba que la experiencia no sería en modo alguno reseñable, tuve finalmente a bien acercarme a la obra de Camilo José Cela, más por vergüenza torera y por mi afán por seguir haciéndome con los ejemplares conmemorativos de la Real Academia que por verdadero interés. Aun así debo señalar que en esta decisión influyó también el buen criterio de mi gran amigo Luis Martín, compañero fiel en las largas noches de trabajo frente al Bilma (él entenderá), quien siempre me había hablado maravillas de «La colmena» y de quien, por muchas y diversas causas, no podía hacer otra cosa sino fiarme. Por su parte, Maite también me ayudó a desprenderme de prejuicios estúpidos: como buena profesora de Lengua y Literatura que es, supo abrirme los ojos en lo que se refería a la incuestionable calidad literaria de Cela y su (para mí) desconocida faceta como renovador de las letras, en las antípodas de lo que podría presuponérsele a ese abuelete malencarado que se hartaba de comer en ventas de carretera a lo largo y ancho de España. Lo único que puedo decir en mi favor, acaso lo único de lo que puedo sentirme orgulloso en esta historia, es que al menos les hice caso a los dos.
Seguramente muchos se echen las manos a la cabeza por lo que voy a decir, pero me es obligatorio hacerlo por la proximidad temporal de ambas lecturas y por manejar las dos novelas parecidos planteamientos. El caso es que leí «La colmena» poco tiempo después de haber leído «Manhattan transfer» de John dos Passos, y, allá donde esta última partía de una idea espléndida para extraviarse, en mi opinión, en un desarrollo lento y hasta cierto punto insustancial, el bueno de don Camilo se situaba en similares coordenadas para narrar una historia que resulta maravillosamente entretenida y ágil, en contra de lo que pueda parecer de inicio. Ambas son novelas corales en las que abundan personajes de diversa índole y condición. Dos Passos, sin embargo, pretende destacar más el colectivo por encima de la individualidad, siendo la ciudad, Nueva York, la protagonista, el nexo de unión, como un ser en cierto modo vivo en cuyas tripas se desenvolvieran el resto de actores. Por desgracia todo esto deviene en una especie de memoria de gente bien, personajillos tan insufribles e intrascedentes como las tramas en las que se ven envueltos o las fiestas a las que asisten, por supuesto secundados por otros personajes, los pobres diablos de turno que aspiran a manejarse en ambientes similares y entretanto han de conformarse con permanecer en la acera de enfrente. Cela, en cambio, cede todo el protagonismo a la miseria y la doblez de la época de posguerra, una época plagada de buscavidas y ruinas, de gente honrada que trata de salir adelante usando métodos poco ortodoxos y también gente torva que, como suele pasar, logra salir adelante usando peores artes si cabe, de marginados sociales y perseguidos políticos, de poetas soñadores y artistas del disimulo, villanos dándoselas de respetables, ciudadanos otrora respetables tratando de ocultar sus presentes vergüenzas, todos ellos invocados por la limpia y efectiva prosa de Cela, todos ellos, fieles a su cita, languideciendo al calor del café de doña Rosa, evadidos por un rato de la oscuridad de los días. Es este paisaje gris y opresivo, es la desesperanza, el automatismo con que la gente ha de conducirse si quiere sobrevivir, sobrevivir más que medrar en la mayoría de casos, el que predomina a lo largo de las páginas de la novela. Aquí no hay ninguna trama que se nos pueda antojar aburrida o insustancial: cada personaje, de los más de trescientos cuyas historias Cela entrelaza con pasmosa naturalidad, está caracterizado de forma precisa; sin mucho alarde, pero muy certeramente, haciendo gala el autor de un aprovechamiento encomiable de la lengua y de sus múltiples recursos y posibilidades. Porque uno termina el libro, no muy extenso por cierto, y apenas puede dar crédito a haber presenciado de manera tan pormenorizada los avatares de tantos y tantos personajes, sabiamente dirigidos hacia un fin común que tiene mucho de redención, como un fino hilo de luz que casi al final de la novela parece invitar a la esperanza.
Lo bueno de «La colmena», en definitiva, radica tanto en lo que propone como en lo que finalmente consigue. Porque podrá parecer fácil, y hasta divertido, escribir una obra coral de semejante calado y complejidad interna; muchos lo considerarán algo así como ponerse a montar un puzzle y esperar a ver qué sale. Pero, lógicamente, no es tan sencillo. Estructurar una novela en fragmentos de diferentes historias que ocurren de forma simultánea, protagonizadas para más inri por distintos personajes con poco o nada en común, como es el caso, requiere por parte del autor un gran esfuerzo no solo para complementar debidamente los fragmentos que componen cada una de esas historias, sino también para mantener el ritmo y la tensión narrativa con independencia de la porción de realidad, llámese fragmento, historia o como se quiera, que el autor dé en mostrar. Y es precisamente ahí donde Cela se impone a tantos otros: «La colmena» no baja el listón en ningún instante; mantiene todas sus innumerables virtudes, la sorpresa, la curiosidad, el disfrute, todo de principio a fin, independientemente del personaje sobre el que se ponga el foco en cada momento. Aparte de eso, y por si fuera poco, nos encontramos ante una novela de lenguaje pulcro y directo, arriesgada en el contenido (no en vano, tuvo Cela que editarla primeramente en Buenos Aires), de estilo fresco, ágil, conciso. De nuevo, nada que mis absurdos prejuicios pudieran anticipar en alguien como Camilo José Cela, por mucho premio Nobel que hubiera de por medio. Otro error que tuve oportunidad de enmendar. Después de «La colmena» leí también «La familia de Pascual Duarte», un texto mucho más crudo, más oscuro, a su modo también innovador. Queda pendiente «San Camilo 1936», al parecer su obra más rompedora y experimental. Por ahora, sin embargo, sigue ganando «La colmena». Solo tras leerla fui capaz de entender según qué cosas.
Respecto a la edición conmemorativa de la RAE no puedo hacer otra cosa que recomendarla encarecidamente. Como viene siendo habitual en este tipo de ediciones, los monográficos, ensayos y apéndices incluidos arrojan mucho luz sobre el contexto de la novela, su proceso creativo y sus logros literarios. En el caso concreto de «La colmena», se adjunta también la transcripción de algunas escenas de corte sexual que tuvieron que ser suprimidas originariamente para esquivar la censura, aparte de un índice de personajes que resulta muy útil para no despistarse. Por su parte, y he aquí lo bueno del asunto, los comentarios de filólogos y académicos al respecto de la obra ayudaron, además, a aproximarme un poco más al escritor y dejar atrás al personaje, suponiendo, como dije antes, que no se tratara siempre de un solo individuo: el que lo mismo era capaz de escribir obras maestras como «La colmena» que reconocer en público que absorbía agua por el culo.
Luces y sombras. Pero sin prejuicios.