
Fábula urbana
El fragor del tren irrumpe en la estación como la antesala de un terremoto, haciendo vibrar las entrañas de la tierra. Una multitud inquieta comienza a agolparse en torno a las probables posiciones ante las que, en cuestión de segundos, se detendrán las puertas de los distintos vagones. M es vomitado por una de estas puertas antes incluso de que llegue a abrirse por completo, impulsado por la marea humana que abandona presurosa el vagón, aunque repelido al mismo tiempo por la impaciencia de los que quieren entrar: «¡Primero dejen que salgamos, coño!», grita alguien con voz rota. Tras varios codazos y gestos de desdén, M consigue al fin abrirse paso hasta el andén, donde intenta recomponer un poco su aspecto. Aún no ha reanudado su marcha el tren cuando se sorprende rodeado del más absoluto vacío, mientras una espasmódica serpiente de personas trepa por las escaleras mecánicas a toda velocidad. El reloj del panel electrónico marca las nueve en punto.
Una vez que sale de la estación de metro a la calle, M casi es arrollado por una furgoneta que no parece reparar en el paso de peatones por el que este pretendía cruzar, ni tampoco en el peatón propiamente dicho. Sin tiempo para reponerse del susto, M es arrastrado por la muchedumbre que cruza en sentido opuesto, hasta volver prácticamente a la boca de metro por la que segundos antes había salido. M esboza una sonrisa amarga. Es la historia de siempre: un paso adelante, cuatro hacia atrás, prisas, prisas, nada más que prisas para llegar a ninguna parte. Podría decir que ya está acostumbrado, pero no es cierto: M nunca ha llegado a comprender las prisas de esa ciudad todavía extraña para él. La gente parece no tener más vida que la que le marca el reloj, tiempo apresurado que se consume en pos de otros momentos marcados en rojo en agendas impersonales y, por lo demás, huecas. “Ya te adaptarás”, le habían dicho a los pocos días de llegar. «Es cuestión de tiempo». Pero el tiempo pasó, el tiempo sigue pasando, rápido, rápido, tres años para ser más exactos, un día detrás de otro, y M continúa sin adaptarse a ese ritmo de vida. En cierto modo, ha llegado a la conclusión de que, en aquella ciudad deshumanizada, adaptarse parece consistir en volverse igual de loco que el resto. Si realmente es así, se repite a menudo, desbordado por toda esa dinámica enfermiza, no querrá adaptarse nunca.
El sonido agudo de una sirena de ambulancia lo devuelve entonces a la realidad. Enseguida el claxon de cada uno de los coches que se agolpan en ese momento en la calzada componen una suerte de orquesta cacofónica, dirigida torpemente por el silbato de un agente de la policía municipal que ha surgido de la nada. Un repartidor de periódicos gratuitos le endosa a M un ejemplar sin apenas tiempo para reaccionar. Un tipo de aspecto extraño se le acerca y le pide unas monedas para un cartón de vino. La sirena de la ambulancia se le clava en las sienes. M le suelta un par de monedas al tipo extraño justo en el momento en que la nueva oleada de almas que emergen del metro comienza a empujarlo en dirección al policía municipal. En cuestión de segundos se encuentra pidiéndole disculpas al agente por arrollarle de una manera tan indiscriminada. Por encima de sus cabezas, de la orquesta de pitidos y de la ambulancia, irrumpe entretanto el inconfundible sonido de un helicóptero, confabulado místicamente con el traqueteo de una taladradora que comienza a hacer su trabajo en una obra cercana. M casi no escucha ya al agente de la ley y el orden, quien, más mal que bien, le dice que se aparte y le deje hacer su trabajo, que menudo atasco se está montando por su culpa. Los conductores más próximos a la escena lanzan los primeros improperios, tales como “imbécil”, “desgraciado”, o las múltiples variantes de la expresión “hijo de”.
M escapa como buenamente puede del tumulto y se detiene en la acera opuesta, junto a un cajero automático que, en esos instantes, está siendo vapuleado por un transeúnte encabronado al que se le ha quedado dentro la tarjeta de crédito. Todavía con el periódico gratuito bajo el brazo, M se aparta rápidamente de la escena y se encamina calle arriba, esquivando a cada paso a los ejecutivos agresivos que le gritan a sus móviles con los ojos desencajados. «Prisas, prisas, siempre con prisas, no puedo con esta gente, no los soporto», piensa. Poco a poco el clamor de los automóviles y las sirenas se apaga, a medida que se interna por las callejas estrechas que se agolpan detrás de la avenida que va dejando atrás. El hormigueo de personas por estos extraños desfiladeros de edificios es también incesante, por lo que a cada momento debe pegarse al muro para dejar paso a otras subespecies de ejecutivos y a motocicletas que suenan a sierra eléctrica. «Prisas, prisas, estoy hasta los cojones de esta ciudad de mierda, yo quiero volverme a mi casa, que le den por culo al trabajo, si total me van a despedir por llegar tarde, qué más da…». Un reguero de orines le da un aroma especial a la callejuela que enfila ahora con paso rápido. Se la ve más despejada, más libre de humanidad —que no de olor a humanidad—. De repente, le cae encima una lluvia fina de agua procedente de las plantas que, algún vecino con más tiempo para el ocio que él, se ha puesto a regar en el momento más inapropiado. M cree que va a estallar. «Prisas, malditos hijos de puta, no quiero ser como vosotros». Al fondo de la calle se aproxima un tipo haciendo footing. «No seré nunca como vosotros, que se adapte vuestra puta madre». Una paloma se le caga encima. «Estoy harto de vuestras prisas, de vuestra asquerosa vanidad». El corredor de footing cada vez se acerca más. «No, nunca más, como vosotros no». Un perro ladra en alguna esquina cercana. «Nunca más… No más prisas…». El corredor de footing pasa por su lado. «¡¡NUNCA MÁS!!».
De repente, un golpe brusco. Un quejido sordo, un cuerpo que cae de bruces contra el suelo.
Luego, silencio.
M contempla unos instantes al corredor de footing, derrumbado a sus pies. La patada ha ido directa al estómago. Ahora el pobre tipo, partido de dolor, se retuerce en el suelo entre basuras y orines, mientras M intenta comprender lo que ha hecho y por qué lo ha hecho. Sigue así, debatiéndose durante unos segundos, sin decidirse a reaccionar, cuando de pronto el corredor se le agarra tembloroso a la pierna y empieza a increparle con un hilo de voz. «Hijoputa», «so cabrón», y otras cosas por el estilo. Por algún extraño motivo, aquello vuelve a encender los ánimos de M, quien, ni corto ni perezoso, acaso cegado por la rabia, le endosa otra patada al tipo, esta vez en la boca. A continuación le tira encima el periódico gratuito, le escupe con el mayor de los desprecios y sale corriendo hacia la avenida, dejando a su víctima inconsciente.
Pronto la figura apresurada de M, anónima, desvalida, huyendo de todo y de nada a juicio de quienes se lo cruzan, lo ignoran y lo olvidan, se confunde en una marea humana que sigue agitándose al compás de la orquesta de silbatos y pitidos, prisionera complacida de su propia rutina, de las prisas y el reloj.