Políticamente correcto

En su último día en prisión, mientras le son devueltas sus pertenencias y cubre los trámites pendientes, un preso le dice a su carcelero:

—¿Piensa usted que acaso debería arrepentirme? ¿Que debería salir a pedir disculpas por todo lo que hice?

El carcelero, como ha venido haciendo desde que entrara en el pabellón con la bandeja, no responde; se limita a inventariar los objetos esparcidos encima de la mesa.

—Las personas como usted me hacen mucha gracia —continúa diciendo el preso en tono desabrido—. Se escandalizan de que alguien como yo siga comportándose con la dignidad propia de una persona honrada. Nadie que acarrea con una lista de cargos tan larga como la mía debería apropiarse de la honorabilidad ajena, ¿verdad? Al contrario: tendría que darme golpes de pecho mientras pido disculpas y suplico clemencia…

El preso analiza el rostro indiferente del carcelero. Un tipo gris, anodino. Es, en definitiva, lo que todos pretenden ser, «lo que les viene bien ser», piensa el preso antes de seguir hablando:

—Sin embargo, aun en el hipotético caso de estar dispuesto a hacer algo así, a arrepentirme, digo, sé que no serviría jamás para granjearme nuevamente su respeto. Tampoco es que lo requiera, no se confunda —Tras debatirse unos segundos entre qué coger primero, el preso toma de la mesa un lujoso reloj de oro y empieza a colocárselo en la muñeca—. En términos morales —continúa—, podría hablarles de igual a igual sin ningún problema. ¿No lo cree así? Vamos, reconozca que vivimos en un país de sinvergüenzas, lobos con piel de cordero que medran de espaldas al sistema mientras venden integridad a quien sea tan ingenuo como para querer comprarla. Todos nos comportamos igual, en mayor o en menor medida —Ahora se ajusta una brillante sortija en el dedo meñique. El carcelero, entretanto, sigue garabateando como si nada en su libreta—. Se lo digo en serio… Lo que les diferencia de mí es que a ustedes todavía no los han pillado. Fíjese bien: usted mismo podría estar aguardando su hora del juicio sin saberlo; quizás alguien esté ahora mismo investigando, por ejemplo, de dónde sacó el dinero para comprar una casa tan por encima de sus posibilidades.

El carcelero levanta ligeramente la vista de la libreta y observa al preso con cara de pocos amigos.

—No me mire así —se defiende el preso, sonriendo—, no soy tan cínico como para hacer las veces de juez. Limítese a disfrutar de sus ganancias en tanto pueda mantenerlas a salvo. O mejor aún: búsqueles un lugar seguro en el que ocultarlas cuando todas sus miserias salgan a la luz. Es lo único que lamento no haber hecho de veras. ¿No me cree? Bueno, no lo culpo. Quién iba a fiarse de mí a estas alturas, ¿verdad? Durante quince años seguí el consejo de mis predecesores, aproveché mi cargo para acumular riquezas a costa de la estabilidad y el bienestar de un puñado de desconocidos sin la menor relevancia, me preocupé nada más que de mí mismo, traicioné a quienes me ofrecieron su confianza, y no me importó lo más mínimo —Mientras dice esto, toma de la mesa una cartera con unos pocos documentos y se la guarda en el bolsillo de la chaqueta—. Eso sí: siempre supe que, tarde o temprano, el peso de la justicia caería sobre mí. Mal menor, nada demasiado preocupante en realidad. Además, el tiempo ha terminado dándome la razón. Piénselo bien si no, haga un rápido cálculo y verá de lo que le hablo. Verá que quince años de vida plena, sin privaciones, sin estrecheces, quince años de vida de lujo, bien valen estos cuatro años de prisión, ¿no le parece? Es solo una cuestión de matemáticas. Vamos, piénselo bien… Habría que ser imbécil para no hacerlo.

A continuación, sin apartar la mirada del carcelero, disuadido de sacar de este alguna palabra, el preso echa sus últimas pertenencias en una bolsa de viaje, firma unos pocos papeles pendientes y se despide con una amplia sonrisa.

—Nos vemos.

El carcelero se queda entonces solo y pensativo. Se asoma a la ventana de barrotes y observa allá afuera cómo el tipo es recogido por una mujer embutida en pieles que lo ha estado aguardando largo rato apoyada sobre un coche de alta gama. Se besan, se abrazan, se ríen. Unos pocos periodistas se acercan también, hacen varias fotos y tratan de obtener del tipo alguna declaración. Todo inútil. Sin apenas hacerles caso, el tipo y su mujer suben al coche, y, tras oírse un rabioso chirriar de ruedas, se alejan a toda prisa de las dependencias de la prisión.

Todavía asomado, el carcelero se sonríe un instante, niega con la cabeza y acto seguido, acaso resignado, acaso conforme, se aparta de la ventana de barrotes y vuelve a sus tareas.

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