La Regenta

La Regenta, de Leopoldo Alas «Clarín». Edición de Gregorio Torres Nebrera para Random House Mondadori, colección «Clásicos comentados».

Hay que reconocer que en estos tiempos de urgencias y rápido consumo es difícil no sucumbir a veces al poder de las etiquetas, de la misma manera que una buena frase categórica, ya sea a modo de titular de prensa o de corolario de pensamiento, nos facilita mucho la toma de decisiones, ocupados como estamos de continuo en tareas mucho más importantes que procurar tener criterio propio o, más sencillamente, pensar por nosotros mismos. Así, en los últimos años, los medios y demás voces «autorizadas» se han cuidado mucho de decirnos a cada rato lo que DEBEMOS hacer: nos dicen qué películas o series DEBEMOS ver, qué música DEBEMOS escuchar, qué libros DEBEMOS leer, qué ricos manjares DEBEMOS comer, a dónde DEBEMOS viajar, cómo DEBEMOS amar y en qué realidad de las muchas que nos presentan DEBEMOS creer, así como todo aquello que NO DEBEMOS perdernos si queremos estar a la última y no ser unos parias. Se trata, por supuesto, de controlar a las masas, como ha ocurrido siempre. Lo peor de todo es que en muchas ocasiones acaban saliéndose con la suya. Ya se sabe: categorización masiva y bombardeo de grandes titulares con los que deslumbrar a los incautos, a lo que es necesario añadir, además, la necesidad imperiosa de ceñirnos a la norma para así sentirnos aceptados, parte indivisible de un colectivo insidioso tan manipulado como lo estamos nosotros mismos. Así come el mundo de la mano de unos pocos. Más adelante se verá que nada de lo expuesto hasta ahora es gratuito, aunque seguramente algunos dirán que lo que pasa es que me corroe la envidia por mi evidente falta de persuasión. Puede que tengan razón, si bien en mi caso concreto, aparte de no querer convertirme en influencer ni condicionar a nadie, a lo único que aspiro desde esta tribuna que me he fabricado, romántico como también soy, es a que mis textos sean leídos, disfrutados y/o aborrecidos. Aun así, he de reconocer que yo también me sirvo a veces de las mismas herramientas que esos a quienes critico: yo también empleo fastidiosas etiquetas cuando me conviene, y a veces incluso me muestro categórico de más. Por ejemplo, y en relación a «La Regenta», libro que hoy nos ocupa, diré en primer lugar, y como suele hacerse, que pertenece a la tríada de obras maestras que, durante el siglo XIX, fueron dedicadas al tema de la «mujer adúltera», junto con «Madame Bovary» de Flaubert y «Anna Karénina» de Tólstoi. Ya tenemos la etiqueta. La frase categórica viene a continuación: que de esas tres novelas, «La Regenta» me parece, de largo, la mejor. Ahí queda eso.

Uno sabe aprender de los errores, así que no gastaré muchas palabras en decir por qué «Madame Bovary» y «Anna Karénina» me parecen, sin ser ni mucho menos malas novelas (al menos esta última), inferiores a «La Regenta». De la primera diré solo que seguramente su lectura me pillara en mal momento, porque me pareció aburrida, desdibujada y falta de emoción; de la segunda, aun siendo de mi querido Tólstoi, y quizás por haberla leído después de esa maravilla llamada «Guerra y paz«, diré que tal vez un nombre más acertado habría sido «Konstantín Levin», por ser la trama que envuelve a este personaje tanto o más relevante en el conjunto de la obra que la de la infidelidad de Anna. Pero en fin, para gustos, colores. La cuestión es que, allá donde los propósitos de estas dos novelas quedan en mi opinión un tanto diluidos, en «La Regenta», siendo seguramente la más extensa de las tres, quedan perfectamente claros desde un principio. Por supuesto que el tema de la infidelidad de Ana Ozores es en gran parte de la novela el hilo conductor subyacente, aunque es cierto también que no es sino hacia el final de la misma cuando cobra verdadero protagonismo. Y es que lo que «Clarín» pretende en primer término es armar una crítica feroz y certera contra esa sociedad provinciana y asfixiante que habita la ciudad de Vetusta, una sociedad rancia e hipócrita que, sin despertar de su siesta de siglos, languidece al calor de las tradiciones y sigue velando casi de forma obsesiva por la moral y la decencia, como si los deslices y debilidades de los otros constituyeran verdaderas afrentas personales a las que hubiera que poner freno a toda costa. Domina esta sociedad mezquina de burgueses acomodados, con sus caballeros haciendo vida en el Casino y sus damas purgando pecados en los confesionarios, una iglesia omnipresente e interesada representada magistralmente por el personaje de Fermín de Pas, contradictorio, despótico, débil, ambicioso, intransigente… una perla de hombre, algo así como un coach siniestro que se erige, desde mi punto de vista, en el mejor (literariamente hablando) de cuantos pueblan la novela, que no son pocos. El claustrofóbico control que sociedad e iglesia ejercen sobre el individuo, ya sea en base a unos preceptos caducos o a una serie de intereses personales bien definidos, constituye desde mi punto de vista el eje central de la novela: el DEBER de la persona para con el colectivo, la polarización categórica de los comportamientos en función de lo que unos pocos dictan y otros muchos acatan servilmente. Es cierto que hay que salvar muchas distancias, como también es verdad que el contexto es muy diferente a día de hoy. Sin embargo, a su manera, el problema continúa siendo el mismo. Solo ha cambiado de preceptos y de foco, pero por lo demás, aun creyéndonos únicos y auténticos como nos creemos, seguimos siendo los mismos borregos. Unos borregos, por cierto, a los que se estigmatiza sin piedad en el momento en que, vaya usted a saber por qué clase de epifanía, dejan de lado el DEBER impuesto por los grupos de poder de turno y sus fieles seguidores para hacer más caso al QUERER.

Poniéndonos en el contexto de la novela, y considerando el papel que le estaba reservado a la mujer en aquella época, podría decirse que la infidelidad de Ana Ozores con Álvaro Mesía, con todas sus idas y venidas, sus amagos de fortaleza cristiana y sus críticos descensos al infierno de la tentación, constituye un acto de rebeldía contra ese deber del que hablábamos antes, esa vida ya escrita de antemano junto a su marido Víctor Quintanar, la vida que los demás quieren para ella pero que ella jamás reclamó para sí, a la que finalmente, más por impulso irrefrenable que por fría y calculada decisión, acaba renunciando aun a sabiendas del ostracismo social, moral y religioso que la aguarda. No es esto, sin embargo, fruto de un calentón como los que suelen describirse en las películas de sobremesa que emiten los fines de semana, ni el principal atractivo de la novela radica en la consumación de la infidelidad en sí misma. Es, de nuevo, la lucha terrible entre el deber impuesto por la sociedad, en especial por el Magistral de Pas (quien a la vez, en escrupuloso secreto y a su torturada y religiosa manera, se ahoga en las mismas incertidumbres que su protegida), y el deseo de «ser», ser más allá de convenciones y reglas no escritas. Como decía antes, y por desgracia, el tema no podría ser más actual.

Literariamente hablando, «La Regenta» es una novela de enorme profundidad formal y psicológica. Esta profundidad, caracterizada por el inigualable uso que «Clarín» hace del estilo indirecto libre para meterse en la conciencia de sus personajes, marca una significativa diferencia con respecto a otras novelas del Realismo, que, en ocasiones, no llegan a ahondar tanto y de semejante manera en la naturaleza humana, con la excepción, quizás, de Dostoievski. En algunas partes puede resultar demasiado densa, pero ello no le resta mérito: el ambiente opresivo de Vetusta queda así plasmado a la perfección. Por su parte, las relaciones que se establecen entre los distintos personajes es otro de los platos fuertes de la novela: la relación padre-hija, que no marido-esposa, de Quintanar y Ana; la relación alumna-mentor de Ana con Fermín; la relación tira y afloja entre Ana y Álvaro Mesía; la asfixiante relación madre-hijo de doña Paula y Fermín… Todas ellas están desglosadas minuciosa y magistralmente a lo largo de la novela, destacando, aunque es tan solo una percepción mía, una relación por encima de todas las demás: la de Ana con Vetusta, ese juego de apariencias, convenciones, falsedades, protocolos y demás compromisos que hacen de la vida de La Regenta algo angustioso y sin futuro, condicionado siempre por el qué dirán y lo que supuestamente se espera de ella. Su misticismo, esa búsqueda de refugio en la religión y la virtud que acapara la extensísima primera parte de la novela, con sus picos y valles, no es más que una huida hacia delante, un caldo de cultivo que termina precipitando los acontecimientos de la segunda mitad, con ese acto de rebeldía que supone la consumación de la infidelidad con Álvaro Mesía y su posterior caída en desgracia, propiciada por aquellos en los que Ana había buscado refugio previamente. Por supuesto, nadie que se cree en poder de nuestra voluntad permite jamás que nos apartemos de su lado.

En resumen, y por encima de todo, «La Regenta» es una obra que merece la pena ser disfrutada sin prisas ni urgencias. No es una novela inmediata, ni tampoco buena candidata a ser incluida en esos desafíos lectores que tan de moda están últimamente. Cuando yo la leí, hará como nueve o diez años, estaba en pleno restablecimiento de mi apatía vital, allá en Madrid. Concluirla me tomó algo más de tiempo que otras obras que leí por entonces, pero todavía me recuerdo riendo a carcajadas en el sofá de mi estudio de Conde de Serrallo ante las ocurrencias de algunos personajes. Porque, además de todo lo dicho y de estar considerada por pleno derecho como una de las cumbres de nuestra literatura, he de decir que «La Regenta» es, también, una novela enormemente divertida. Si a todo esto añadimos que al parecer sirvió de acicate para que Galdós escribiera «Fortunata y Jacinta» (otra novela grandiosa de la que espero poder hablar alguna vez), no podemos por menos que rendirnos ante las muchas evidencias que hacen de esta obra algo único y especial. Maite puede dar buena fe de ello: creo que fue la primera novela de la que hablamos cuando nos conocimos. Allá, en Budapest, ron Dictador 1920 de por medio. Ella sabe de lo que hablo.

Dos apuntes cinematográficos antes de acabar. Primero recordar la serie de 1995 dirigida por Fernando Méndez Leite y protagonizada por Aitana Sánchez-Gijón y Carmelo Gómez. Muy fiel a la novela y con interpretaciones a la altura. También quisiera recomendar la película «Calle Mayor» de Juan Antonio Bardem: el ambiente provinciano que el director recrea, esa opresión, esa vida que no es vida, oculta tras los visillos de las ventanas que asoman al barrio, me recordó muchísimo a la Vetusta de «Clarín».

Para más información, como siempre, leer la novela. Sin prisas. Sin deberes. Solo por que nos apetezca, aunque siga estando más de moda hacer lo que a los demás les apetece que hagamos.

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