Watchmen

«Watchmen», de Alan Moore y Dave Gibbons. Planeta DeAgostini.

Es increíble que nos pase a estas alturas. La industria del entretenimiento ofrece y los aborregaditos asentimos con la cabeza, nos frotamos las manos, nos relamemos e ingerimos, complacidos, el producto. Siempre fue así. Lo malo es la naturaleza del producto ingerido, lo que esa alegre asimilación por parte de las masas revela, quizás, de nuestra propia esencia. Antihéroes: ese es el producto estrella, esa es la moda. Mejor cuanto más sociópatas, mejor cuanto mayor sea el desprecio mostrado hacia nuestros congéneres. En cierto modo, debería preocuparnos el éxito sistemático que este tipo de personajes ha venido cosechando en los últimos tiempos. En literatura, por supuesto que sí, pero también, y muy especialmente, en cine y televisión: House, Dexter o Rusty Cole fueron algunos de los precursores, nihilistas que escupían sobre las convenciones y las normas por el simple motivo de creerse más inteligentes que el resto y, por tanto, haber tenido oportunidad de descubrir la aparente verdad detrás de las cosas. Luego vinieron otros muchos, presentes en infinidad de libros, películas y series que ni recordar puedo, por no haber sido, para bien o para mal, consumidor habitual de ese tipo de perfiles. La historia degeneró tanto que llegamos a un punto en el que los personajes de ficción fueron reemplazados por otros reales, si bien no menos peligrosos en cuanto a su planteamiento: eran, en este caso, personajes anónimos hábilmente seleccionados por las televisiones para ser puestos a disposición del circo mediático de los realities, en donde, cual gladiadores alentados por un público ávido de sangre, ponían en juego lo peor de su humana condición para granjearse fama y dinero. Y siempre, indefectiblemente, era este tipo de personaje el que más éxito tenía, por no decir que era el que mayor recorrido televisivo alcanzaba. «Por lo menos son sinceros», decían y siguen diciendo muchos a día de hoy, incurriendo en el error frecuente de confundir sinceridad con mala educación. Para colmo, esta subcategoría de sociópata de pro ni siquiera destaca por ser especialmente inteligente (de hecho podríamos prescindir del adverbio), ni por tener un mundo interior excesivamente rico. Ninguno alcanza el refinamiento de un Hannibal Lecter; más bien se quedan en proyectos de Arropiero. Pero no importa: el quid de la cuestión es que la conducta psicopática auspiciada por medios de todo tipo durante los últimos años ha terminado democratizándose. Ahora cualquiera se cree en el derecho de manejarse por la vida con la misma impunidad que sus queridos héroes de ficción, insultando, pisoteando y haciendo del mundo su particular cortijo. Hablamos de conductores amparados en el anonimato de sus raudos vehículos; de mastuerzos que, a falta de cualquier otro atributo reseñable, se empeñan en poner en valor su honestidad; de niños maleducados convertidos en adultos fuera de control, de trastornados de manual que jamás fueron diagnosticados. Esto va por vosotros.

Evidentemente, el tema tiene más miga de lo que parece. Porque no solo los tarados sienten especial atracción por este tipo de personajes. En general, todos hemos experimentado en algún momento esa empatía inconfesable por el tipo más cabrón, desquiciado, irreverente y marginal de la peli de turno. Y, por descontado, nos consolamos de nuestra querencia por el Mal diciéndonos a nosotros mismos que, con un poco de coraje, acaso en un mundo paralelo, nuestra inteligencia fuera de duda y nuestra forma de ver el mundo, por el simple hecho de ser compatible con la de tipos así, podría colocarnos en la misma posición de poder que a estos, sea cual sea ese poder y sea como sea que pretendamos gestionarlo. Solo de esta forma se entiende que, de entre todo el elenco de personajes que pueblan «Watchmen», nuestra obra de hoy, los que más fascinación despiertan entre los lectores, al menos de primeras, sean Rorschach y El Comediante. Ambos son maniqueos de tomo y lomo, ambos psicópatas indisimulados, pero a su manera, y es esto lo que quizás los salva en último término, provistos de cierto peculiar sentido de la justicia. También son los dos personajes mejor construidos de la trama, muy por encima de los planos y «bondadosos» Búho Nocturno o Espectro de Seda. Los malos, una vez más, enganchan. Además, estos dos podrían considerarse como verdaderos pioneros en lo suyo, dado que la obra fue publicada a mediados de los ochenta, mucho antes de que la corriente de simpatías hacia personajes hijoputas eclosionara en lo que es hoy. Por otra parte, sus respectivas posturas ante el dilema moral que plantea esta obra maestra del cómic es acaso la más sensata, aunque eso depende del cristal desde el que se mire. La pregunta es fácil, aunque la respuesta no tanto: ante la inminencia de un cataclismo, y si supiéramos que ello serviría para solucionar el problema, ¿sería moralmente admisible sacrificar la vida de, pongamos, diez millones de personas en beneficio del resto de la humanidad? Tal decisión, ¿nos convertiría en héroes o en vulgares genocidas? ¿Cómo decidir quién ha de morir y quién debe salvarse? Como puede verse, muchas son las implicaciones, y de un calado quizás demasiado profundo para una obra que, a priori, parecería otro cómic de superhéroes al uso. Pues bien, nuestros amigos Rorschach y El Comediante, cada cual a su modo, moviéndose como se mueven nada más que entre el blanco y el negro, lo tienen claro: el sacrificio premeditado de millones de inocentes, por muy elevado que sea el fin, jamás puede ser justificable. Y lo sostienen dos personajes que a lo largo del cómic se caracterizan, precisamente, por la decidida crueldad de sus métodos. Paradójico, pero también razonable. Desde su punto de vista, sus acciones sí vienen avaladas por el bien común, ya sea por imposición propia o gubernamental, como si de un modo u otro ambos estuvieran cumpliendo con una obligación necesaria, orientada a preservar el orden. Lo otro, en cambio, no buscaría mantener el orden actual, sino más bien instaurar un orden nuevo, sostenido de partida sobre pilares abominables. Es curioso ver cómo al final ambos personajes han de pagar las consecuencias de defender a ultranza, si bien a su maniqueo modo, sus respectivas posturas, en tanto otros más políticamente correctos se revelan como verdaderos déspotas morales, más en la línea de lo que impera hoy en día. Quizás por ello, la actitud de Rorschach y del Comediante resulta al cabo tan romántica que uno no puede evitar sentir cierta simpatía por ellos, lo que constituye todo un punto a favor, no solo de la trama en sí misma, sino también de los putos pirados a los que a veces, sistemáticamente y sin fundamento alguno, parece que estemos obligados a admirar por el simple hecho de estar como una regadera, sin detenernos a comprender su psicología, sus motivaciones o, simplemente, si son verdaderamente los más cabrones del reparto.

Aparte del dilema moral que plantea, en el cual radica el gran valor de la obra, «Watchmen» destaca por un sinfín de detalles. Uno no es experto en cómics, pero aun así puede apreciar con admiración ciertas técnicas narrativas empleadas por Moore y Gibbons, como por ejemplo los «Relatos del navío negro» que se van alternando con la línea argumental principal o la soberbia aproximación al peculiar concepto espacio-temporal del Doctor Manhattan. Por otra parte, y dentro de que estamos hablando de una obra de pura fantasía, la recreación distópica de un mundo condicionado por el inmenso poder del azulado doctor, puesto a disposición de los Estados Unidos, resulta tan inquietante como creíble, así como el retrato que ofrece, a lo largo de casi cuarenta años de historia, de una terna de superhéroes que al tomar conciencia de su propio poder pierden cualquier noción de verdadera justicia, conformándose con impartir la que les viene bien en cada momento (lo cual, en cierto modo, anticipa lo que está por suceder). Es ese, quizás, otro de los grandes logros de «Watchmen»: intoxicados como estamos de cómics de superhéroes, Moore se para a pensar, acaso por primera vez, cómo la existencia de tales seres afectaría realmente al mundo que habitamos, qué consecuencias sociopolíticas tendría, qué nuevos desafíos habría que afrontar… En ese sentido, el ejercicio de recreación realizado por el guionista es sencillamente espectacular: extremo, perturbador, y, como decíamos anteriormente, de un calado trascendental que por aquel entonces, cuando la obra fue publicada, no era habitual en tales empresas.

Personalmente, y aunque el cómic tiene infinidad de momentos reseñables, me quedaré con dos: por un lado, el largo capítulo del rescate de Rorschach de prisión a cargo de Búho Nocturno y Espectro de Seda, lleno de acción y dinamismo; por otro, el capítulo en que el Doctor Manhattan, exiliado en Marte, hace fragmentario repaso de su vida, con ese extraordinario enfoque temporal a cargo de Moore. Tampoco puedo dejar de recomendar, aunque muchos se rasguen las vestiduras, la película que Zack Snyder dirigió en 2009, muy lograda en todos los sentidos y, salvo alguna que otra omisión y licencia de más, bastante fiel al cómic. La introducción, con la canción «The times they are a-changin'» de Bob Dylan sonando mientras se muestra la historia de los Minutemen (posteriormente refundados como Watchmen), es sencillamente maravillosa, todo un tratado sobre cómo sintetizar en apenas tres minutos el particular universo en el que uno se dispone a introducirse.

Leer «Watchmen» me supuso un reencuentro en cierto modo inesperado con el mundo del cómic; yo, que, criado como había sido en la tradición de Mortadelo y Filemón, Superlópez y demás asalariados de Ediciones B, tan solo había tenido acercamientos puntuales al cómic de superhéroes y/o ciencia ficción (La Patrulla Condenada, El Escuadrón Suicida, Alien Legion…), me aproximé a «Watchmen» con bastante recelo y mucho más escepticismo, a una edad (26 o 27 años) que consideraba ya demasiado tardía como para aficionarme a tales historietas. Jamás podía imaginar lo que me aguardaba. Era, según me dije en aquel momento, otra cosa: la mal llamada «novela gráfica», como si todavía hoy, tal y como me pasaba a mí entonces, el término cómic siguiera resultando peyorativo y fuese necesario sustituirlo por algo con más empaque, algo que confiriese cierto prestigio de antemano a determinadas obras. Pero en el fondo da igual. Independientemente de la etiqueta o del género, entendí que lo importante es y será siempre la calidad del contenido. Y, en ese sentido, «Watchmen» es un cómic espectacular de principio a fin. Áspero, desalentador, psicológico, trascendente. El triunfo verdadero del antihéroe bien entendido, reflejo visionario del despotismo con el que a veces, seamos héroes o no, nos manejamos en nuestras vidas.

Así que, puestos a ser malos e irreverentes, tratemos de aprender de los mejores.

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