
«Trainspotting», de Irvine Welsh. Editorial Anagrama.
Hay que reconocerlo. Los nacidos en torno al ochenta pertenecemos a una generación que se ha criado en la violencia. Hoy en día nos echamos las manos a la cabeza (y con razón) hablando de esos padres que ven junto a sus hijos series como «El juego del calamar», pero a lo largo y ancho de mi biografía recuerdo con claridad episodios de mi infancia que no desmerecen en absoluto tales pautas educativas. Así, el juego oficial del patio de mi colegio, a la hora del recreo, era darnos de hostias ante la mirada indiferente de don Salvador o la señorita Alicia; las series de moda eran verdaderas fiestas de sangre y golpes como «Los caballeros del zodiaco» o «Bola de dragón», y, si nos salimos de los dibujos animados, nos encontramos con ejemplos menos edificantes aún, como pueden ser el terrible crimen de Alcàsser, televisado en vivo y en directo para toda España en pos de reventar las audiencias, o «Twin Peaks», que arrasaba entre grandes y pequeños sin que nadie, ni padres ni docentes, parecieran extrañados de que un crío de diez años llevara a clase un dibujo siniestro de Laura Palmer, Bob y demás personajes de la serie de David Lynch. En la gran pantalla, entretanto, Van Damme era el puto amo a base de patadas y piruetas a cámara lenta, mientras que Stallone y Schwarzenegger aguantaban el tirón como buenamente podían ante el empuje de la serie B (no era raro que todos los miembros de la familia acudieran juntitos al cine a ver la última de, por poner el caso, Steven Seagal). Todo, como se puede ver, era de una calidad cuando menos cuestionable, pero todo estaba completamente normalizado. Con el sexo, en cambio, ocurría algo distinto: país de paletos como todavía éramos (y ojo, que no es que hayamos cambiado mucho en ese sentido), el estreno de películas como «Atracción fatal» o «Instinto básico» eran acontecimientos sociales que daban para chismes, chascarrillos grotescos y rubores al más puro estilo Pajares y Esteso; todo ello, sin embargo, quedaba reservado en exclusiva a los adultos, dado que, a diferencia de lo que sucedía con la violencia, el sexo en todas sus manifestaciones seguía siendo terreno vedado a niños y/o adolescentes en ciernes, algo malo, nocivo y denigrante de lo que solo podía hablarse en círculos adecuados (los corrillos a lo Pajares y Esteso que comentaba antes). En fin, educación judeo-cristiana, que diría Maite. Con semejante panorama, sufrido por muchos de nosotros sin que por ello hayamos quedado especialmente traumatizados (lo que demuestra que estábamos hechos de muy buena pasta), quizás lo que nos escandaliza a día de hoy es que sigamos encontrándonos infinidad de casos en los que esos niños de los ochenta/noventa, convertidos ahora en padres, todavía incurran con sus hijos en los mismos errores de entonces, en particular en lo referente a la violencia.
Hubo algo, sin embargo, que contribuyó a la normalización definitiva de esa violencia. Una época en la que nos tocó transitar de la violencia descaradamente cutre y fácilmente identificable de los ochenta y primeros noventa hacia una violencia más sofisticada, digamos que más artística. Tarantino fue de los primeros que contribuyó a ese cambio, elevando la violencia a la categoría de arte cool. También introdujo de una manera desenfadada y sin tapujos el consumo de drogas, normalizándolo, haciéndolo parte indispensable de ese nuevo imaginario de lo políticamente incorrecto. Porque, aunque ya antes habíamos convivido de sobra con la violencia, el sexo y las drogas, eran temas que el inconsciente colectivo prefería seguir constriñendo a la marginalidad de la serie B y los dibujitos japoneses, en donde parecía que todo eso podía estar en cierto modo justificado. Cualquier otra cosa, cualquier intento de dignificar esos temas, puro y duro sacrilegio. ¿Cómo pretender hacer arte de violencia tan gratuita como la que Tarantino y otros tipejos como él ofrecían? ¿Y cómo era que amplios sectores de la crítica se permitían la licencia de apoyar algo así? Pero ¿en qué clase de mundo vivíamos? Ciertamente, las voces que se alzaron contra esta nueva tendencia eran con seguridad las de aquellos mojigatos que devoraban con babeante frenesí, siempre en privado, cuando nadie los veía, el cuerpo desnudo de Sharon Stone revolcándose en la cama con Michael Douglas, mientras se horrorizaban de que dos tipos le dieran por culo a un negro en el almacén de una tienda. Guardianes, macarras de la moral que tiraban de galones de cartón para imponer su concepto de lo que estaba bien y lo que estaba mal. Aquello, claro, fue solo el principio. El estreno de «Trainspotting», allá por el año 96, no hizo más que echar más leña al fuego.
Reconozcámoslo también: pocos conocíamos la existencia de la novela de Irvine Welsh antes de oír hablar de la película. Mi acercamiento a ambas, de hecho, se produjo muchos años después, superada toda esa vorágine de hipocresía, puritanismo y reacción que acabaría desembocando en algo parecido a lo que es nuestra sociedad de hoy (igual de hipócrita, puritana y reaccionaria en todo aquello que le conviene). Por supuesto, yo ya conocía la película, aunque no la había visto; la imagen de Ewan McGregor saliendo del retrete más asqueroso de todo Edimburgo era más que suficiente para quitarme las ganas. Flow, sin embargo, me había asegurado veinte veces que era un peliculón. Así que al final tiré por la calle de en medio y me hice con la novela (no era cuestión de darle la razón a mi amigo tan alegremente), bastándome nada más que unas pocas páginas para darme cuenta del error en que me había mantenido durante tanto tiempo. Siempre pensé que libro y película, película y libro, que tanto monta, eran algo así como un retrato social, gris y deprimente de un sector de población igualmente gris y deprimente, al más puro estilo Ken Loach, por poner un ejemplo de ese cine europeo que tanto gusta de ahondar en las miserias más monótonas de la de por sí monótona, correcta y prudente sociedad del viejo continente. Pero no. De nuevo, la aproximación a algo tan dramático como puede ser la adicción a las drogas se llevaba a cabo con pasmosa naturalidad y, más importante aún, con una calidad innegable. Originalidad, sarcasmo, humor, crudeza, psicología, amargura, angustia, sexo, violencia y drogas, muchas drogas. Todas esas cosas conviven a un tiempo a lo largo de la novela, sometidas a un ritmo narrativo apabullante. Pero, por encima de todo, quizás fuera esa naturalidad con que el mundo de las drogas es retratado, una naturalidad rayana en la irreverencia, la que levantara tantas ampollas en su momento. Como si no se pudiera ser irreverente con según qué temas y fuera mucho mejor lamentarse y darse golpes de pecho por las miles de víctimas que sucumbieron a la heroína durante los aciagos ochenta. Cualquier otro enfoque habría de considerarse como una apología del consumo de drogas, mera frivolización. Frivolización, sí. Seguramente la palabra más usada por los macarras de la moral para referirse a esta novela y a otras manifestaciones artísticas igualmente controvertidas. Lo mismo un día dicen que cualquier libro, por el hecho de serlo, es provechoso, que al día siguiente arrojan libros como este al fuego. Mejor no echarles cuentas, aunque por desgracia sigan condicionando nuestras vidas en la sombra.
Y es que, por mucho que pese (aunque prefiero pensar que hoy en día es algo ya superado), «Trainspotting» es una novela terriblemente divertida que trata un tema terriblemente jodido, que lo arranca de brazos de la marginalidad en la que muchos habrían preferido seguir manteniéndolo (puro subproducto, basura de la sociedad que mejor ocultar debajo del felpudo) para elevarlo a cotas literarias incuestionables. El divertimiento, no obstante, no va reñido con el trasfondo: esa juventud perdida en la Edimburgo de la era Thatcher, sin futuro aparente más allá del alienante mensaje vomitado una y otra vez por las voces oficiales del sistema, un sistema hecho más a medida del propio sistema que de quienes, en última instancia, tendrían que haber sido los encargados de mantenerlo a flote. Sin embargo, el trasfondo no sirve realmente de excusa, como tampoco es posible detectar a lo largo de la novela (afortunadamente) ningún atisbo moralizante. Otro argumento generosamente sobreexplotado por sus detractores, claro: «Si al menos hubiera desarrollado el tema con más respeto…», «Si el enfoque resultara más serio y no justificara el consumo…». Entonces sí, entonces habrían estado dispuestos a reconocer que estamos ante literatura, y de la buena. Pero entonces «Trainspotting» no habría sido lo que es. Sin esos personajes tan magníficamente caracterizados (Renton y su amarga ironía, Spud y sus galimatías mentales, Sick Boy y su elegante soberbia, Begbie y su evidente psicopatía); sin sus andanzas de tirados, sus visitas al narcopiso de la «madre superiora», sus intentos de desengancharse, sus constantes recaídas, sus juergas, sus conversaciones sobre fútbol y música, sus fases de mono, sus jugarretas, sus huidas hacia delante, escapando, siempre escapando de un agujero en el que están condenados a caer una y otra vez, sin ese enfoque exacto y concreto, fiel reflejo de una vida que aun siendo una puta mierda no tiene por qué resultar dramática por sistema, la novela habría terminado siendo otra novela más sobre drogas. Ese es el gran mérito de Irvine Welsh: hablar de algo de lo que ya se había hablado una y mil veces con anterioridad, sí, pero desde un prisma nuevo, regenerador, pretendida y resueltamente pleno de calidad, sin cargar las tintas innecesariamente. Solo así logró salir del suburbio hacia cierta élite cultural.
En una sociedad en plena transformación, allá por los noventa, era lógico que algo así escociera. Los seres humanos somos así. Con el tiempo, no obstante, pasamos de la reacción a la acción, pero me temo que fue por pura negligencia. También porque nos venía bien hacerlo: excusarnos en nuestra aparente apertura de miras, más modernos y tolerantes y avanzados que nos creíamos que éramos, para incurrir de nuevo en las mismas barrabasadas que nuestros progenitores, hoy que el sexo, las drogas y la violencia se consideran artículos de democrático consumo. «El juego del calamar», visualizado en comandita por padres e hijos en el salón de casa, es otro ejemplo más, la prueba evidente de que o nos pasamos o no llegamos. Una vez más, malentendimos el mensaje.
PD: Por supuesto, las películas de Trainspotting son cojonudas, tanto como el libro. Así que… Flow, tenías razón. Gracias por hacerlas formar parte de mi vida.