
A las cinco y media de la tarde, tras varias horas ininterrumpidas frente al ordenador, Dani se levanta de la silla del despacho y se va a la ducha. Ha quedado con Cris en poco más de una hora. ¿Cuánto hacía? Más de un año seguro. Año y medio quizás. Mientras deja que el agua le limpie de rutina el cuerpo desnudo, piensa en las últimas conversaciones. WhatsApp: el fin de la comunicación, decían algunos. Eso fue antes del encierro, claro. A muchos les salvó la vida. Videollamadas grupales, memes, encarnizados debates sobre virus y demás patógenos, interés repentino por personas a las que, de lo contrario, jamás habría vuelto a contactar… Es absurdo negar el lado bueno. Para poner en valor lo malo hay tiempo de sobra. El caso es que Cris estaba siempre ahí, como todos, sonriendo del otro lado de la cámara, participando, también como todos, de la recopilación apresurada e insustancial de menudencias, lugares comunes que contribuían a liquidar la larga espera. Seguramente siempre fuera así en realidad. Antes. Ahora ya no lo recuerda. El encierro ha hecho que muchos olviden demasiadas cosas, o que las vean, a veces con benevolencia, otras con mal tomada distancia, a través de ese cristal que a menudo sirve para separar fases distintas de una misma vida.
Cuando sale de la ducha Dani se dirige a la habitación y selecciona con esmero la ropa. Algunas prendas se han tirado ahí colgadas más de año y medio. ¿Para qué iba a usarlas, si no se podía salir a ningún sitio? Tras varios minutos dudando, se decanta por una camiseta, esa que Cris siempre decía que era hortera rematada. Será una buena manera de conectar de nuevo, reflexiona. Viejas bromas, las mismas risas. La vida sigue, sigue por fin. Dani se pone la camiseta descuidadamente, sin ni siquiera plantearse un planchado rápido, y se rocía de perfume. El simple olor evoca otros tiempos, buenos tiempos, noches salvajes, promesas. Cris, Sebas, Ana, Pablo. Todos a una. Hoy solo Cris. Poco a poco. La próxima igual se apuntan los otros, si es que se empiezan a levantar algunas restricciones, claro. Por el altavoz del teléfono móvil suena entretanto una vieja canción, marcando, como solía hacer antes, el compás de los preparativos. Viernes noche. Sábado noche. Domingo a la mañana. Camiseta, pantalón, perfume, botas, pulsera, reloj (los anillos para otro momento, que con el gel de las narices ya se sabe). Luego, tres cosas a la bandolera, apaga el gas, comprueba que no queden luces encendidas, que ya bastante, coge las llaves y sale a la calle. Esta vez no a comprar. No a tirar la basura. Esta vez sale. Sale de verdad.
Quince minutos más tarde llega a la terraza del bar de siempre. Alrededor, mascarillas y miradas de recelo. Menos gente de lo que dicen en el telediario. Mucha desconfianza. Cris no ha llegado todavía. Sin nada mucho mejor que hacer, Dani le pide una cerveza al camarero y echa una mirada mecánica al teléfono en lo que espera a que aparezca Cris. Vistazo a las redes sociales, vistazo a las noticias, nuevo vistazo a las redes sociales. Actualizar, actualizar. Nada nuevo en la red. Nada verdaderamente excitante. Aun así, la vida más allá de esa pantalla vale cada vez menos. No hacía falta un encierro tan largo para constatar este hecho, piensa con lástima. Antes ya era un desperdicio de realidad, una realidad que, lejos de echarse en falta durante el confinamiento, como muchos reivindicaban, ha terminado siendo dada de lado con todas las de la ley. Era cuestión de supervivencia. Ahora sabemos que esa realidad, rutina, experiencia, oportunidades, vida, carne, hueso, no nos era tan indispensable como creíamos. Por eso, piensa Dani, acabamos convirtiéndola en una mera evasión, un entretenimiento, algo así como una realidad paralela. Ahora la vida real es otra, es la que brilla entre nuestros dedos. Sin esa no podemos pasar, ni de coña. Sin la de fuera, ya comprobamos que sí es posible.
Al cabo de unos minutos aparece Cris, sonrisa socarrona de oreja a oreja, como de costumbre. Se dan el codo, se hacen un selfie, lo cuelgan en el grupo de WhatsApp y, finalmente, Cris se sienta al otro lado de la mesa metálica. Se quedan entonces mirándose unos instantes, con sorpresa, con incomodidad. Parece que no terminan de creer que estén de nuevo frente a frente, en carne y hueso. Tienes buen aspecto, dice Cris. Si nos vimos ayer por videollamada, gilipollas, le responde Dani. De la camiseta hortera rematada, nada de nada. Ni una palabra. Cris se pide un Aquarius de limón. He dejado el alcohol, comenta. ¿No te dije que empecé una tabla de ejercicios diarios desde casa? Por un momento Dani llega a pensar que le está tomando el pelo. Pero no. Cris se pone a contar, un poco con vergüenza y otro poco con reparo, como si realmente no se sintiera a gusto hablando de ese tema o de cualquier otro, los ejercicios que hace, la intensidad de los mismos, los beneficios que le reportan. Nada verdaderamente excitante. A ratos, de hecho, Dani siente la tentación de sacar el móvil. No tarda mucho en darse cuenta de que, sorprendentemente, por su parte tampoco es capaz de encontrar un tema de conversación que resulte de veras interesante, o del que al menos le apetezca hablar. Más allá de las menudencias que comparten en las llamadas grupales con los demás (las cuales, quizás tratando de rellenar los silencios incómodos que a veces se crean, son recordadas puntualmente con risas desganadas) no parece haber nada que mantenga su atención: la de Dani, la de Cris, la atención mutua, la común. Antes pensaban al unísono, y ahora resulta que se aburren a la par. No ha transcurrido ni media hora cuando Dani se percata de ello. Evasión, rutina, aburrimiento. La vida está en otra parte. Con lástima, con desconcierto, Dani se pregunta lo inevitable: si aquello era igual antes del encierro, si ya por entonces se aburrían tanto juntos; cuándo fue, cuándo, que dejaron de ser amigos para ser solo dos desconocidos.
Por desgracia, Dani no lo recuerda con exactitud.
Apenas una hora después, caña apresurada, supuestos compromisos, Dani y Cris se despiden, con alivio, sí, pero también con una sensación agridulce. Cada cual sigue su camino, confundiéndose en un mar de sombras con mascarilla. Cinco minutos después, Cris envía un mensaje al grupo de WhatsApp: «Lo hemos pasado genial, a ver si a la próxima os apuntáis, cabrones. Por cierto, Dani: ¡jubila ya esa camiseta hortera rematada que me llevas!».
LOL