
Se llamaba Manuel Comillas Comillas, natural de Comillas y apodado, así puesto entre comillas, «el comillas». Un mal chiste desde la cuna. Si de pequeño tanta comilla junta ya sonaba a broma, de mayor, cuando le fue impuesto tan caricaturesco mote, la cosa terminó por salirse de madre. Lo peor de todo fue que Manuel no se ganó dicho apodo por sus redundantes apellidos o por su lugar de procedencia, sino por su creciente tendencia a entrecomillar, ya fuera por ironía, sarcasmo, desconocimiento o puro vicio, muchas de las palabras y frases hechas que salían de su boca: levantaba sus dedillos al aire, índice y corazón bien juntos, y los contraía y estiraba rítmicamente mientras ponía todo el énfasis del que era capaz en la palabreja de turno. Así, para Manuel Comillas el mundo estaba plagado de «listos», medrar en la vida era cuestión de «suerte» y su cáustica visión de estos y otros asuntos era, la mayoría de las veces y en su modesta opinión, «más que amable». Aquel gesto tan recurrente, esos dedos contorsionándose al viento, ese constante retintín que impregnaba su voz grave, todo ese despliegue de dobles sentidos y rizadas de rizos, si bien de primeras podía parecer gracioso, a largo plazo resultaba cargante en extremo, diríase que casi intolerable. Y es que la gente, sea «lista» o no, no suele aguantar la ironía por mucho tiempo, independientemente de lo afinada que esta sea. Es por ello que el pobre Manuel Comillas no era lo que se dice un tipo «popular»: en la oficina los compañeros lo rehuían de forma más o menos deliberada, y las veces que no les quedaba otra que compartir mesa y opiniones, procuraban que el encuentro se dilatase lo menos posible. En casa era algo más fácil, dado que Manuel Comillas vivía solo, siendo su única compañía un loro respondón que manejaba el sarcasmo de la misma manera insensata que su dueño. Hasta tal punto mimetizaba el animal el tonillo burlón y la acidez verbal de Manuel, tan compenetrados estaban ambos, que es de justicia pensar que compartieran, incluso, los mismos aires de inteligencia. Es lo que suele ocurrir en tales casos en lo que a buen juicio se refiere (hablamos, obviamente, solo de Manuel, pues de los loros y de su psique interna no hay mucho que decir, salvo meras conjeturas). A saber: que, por el mero hecho de «practicar» la ironía, hay personas que ya se creen en derecho de adjudicarse cierta prestigiosa inteligencia, como si estas dos cosas fueran unidas y esa inteligencia, con objeto de resultar más exclusiva si cabe, estuviera solo al alcance de unos pocos «privilegiados».
Este último entrecomillado no es, lejos de lo que se pueda pensar, nada gratuito. El bueno de Manuel Comillas opinaba, no sin razón, que esa inteligencia fuera de toda duda que le otorgaba su afilada ironía era, nunca mejor dicho, «un arma de doble filo»: porque, aunque siempre era un privilegio y una responsabilidad estar en posesión de tales facultades, también era una condena que el resto del mundo no supiera apreciarlas en su justa medida y «optase», suponiendo que ello fuera en realidad una opción, por alejarse de «sabiondos insufribles» como Manuel Comillas. Semejante apelativo, junto con sus correspondientes comillas, por supuesto, era cosecha propia de nuestro hombre, quien, lejos de no darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor, era perfectamente consciente de su soledad, de ese «cordón sanitario» que la humanidad entera parecía haber tendido en torno suyo. Ante tamaño desprecio, Manuel Comillas «optaba» siempre por responder con mayor desprecio si cabe y más agrias críticas hacia sus «congéneres», a lo cual dichos congéneres reaccionaban pagándole con idénticas dosis de desdén, multiplicadas por dos. «Guerra fría», «tira y afloja», «causa perdida»… Desde luego la relación de Manuel Comillas con el mundo no era lo que se dice «fácil», pero ninguna de las partes parecía dispuesta a dar su brazo a torcer en pos de un mejor entendimiento.
Sin embargo, la soledad es peor cuanto más rápido pasan los años. Manuel Comillas siempre creyó que podría bastarse consigo mismo para ser «feliz», sea lo que sea eso que llaman felicidad. Por desgracia, un mal día se le murió su loro respondón, que era el único que le daba coba de forma sincera, y todo cambió. Aquello afectó a Manuel Comillas mucho más de lo que este sería capaz de reconocer jamás. A muchos les parecerá incomprensible e incluso «tragicómico», pero es bien cierto que muchas otras personas guardan luto cuando se les muere un perro o un gato, y eso que no son respondones y no charlan. Así que los compañeros de oficina de Manuel no tardaron en criticar sottovoce el profundo dolor que este manifestaba por tan lamentable pérdida. En España las cosas se hacen así: a malas y por la espalda. Los que lo hacen de tan castellano modo son unos hipócritas, mientras que los que critican y vilipendian a la cara a sus víctimas son unos maleducados, aunque ellos se tengan erróneamente por «honestos». «Soluciones» igual de malas ambas dos, se mire por donde se mire. Lo mejor, sin duda, sería no criticar. Manuel Comillas, con toda su repelente ironía, jamás se ejercitó de veras en el deporte nacional: sus ácidos comentarios iban más dirigidos a la «gente», siendo este concepto, el de «gente», un cajón de sastre de cuantas reprobables cosas pudieran achacarse al amplio colectivo que conforma la humanidad, en absoluto referido a nadie en concreto. Quien quisiera podía darse por aludido, por supuesto que sí, pero no era intención de Manuel ofender, hasta tal punto que ni siquiera se consideraba a sí mismo, o a sus seres más allegados (en caso de haberlos tenido) como «gente». De hecho, él nunca había necesitado un buen par de comillas para definirse, siendo lo del mote ridículo algo que le vino impuesto más por gracejo ajeno que por propia voluntad.
El caso es que la situación dio un giro de ciento ochenta grados cuando la «gente» empezó a criticar a Manuel a raíz de lo del loro respondón. Ellos se pensaban que él no se coscaría de sus comentarios, pero ahora que ya no podía prestar oídos a su fiel compañero difunto, Manuel tenía sentidos y tiempo de sobra para captar las más recientes maledicencias de sus «adorados» compañeros de oficina, maledicencias a añadir al monto de pretéritas ofensas, bien conocidas ya por Manuel. Aquello, lógicamente, no le gustó, como no le habría gustado a nadie que se hubiese tenido en tal alta estima como Manuel se tenía a sí mismo. Ya ni siquiera respetaban el duelo, ni sentimiento tan noble y tan poco sujeto a suspicacias como a su juicio era el dolor por la muerte de su loro. A falta de ser sorprendente, porque ya sabemos cómo es la «gente», etcétera, etcétera, sí que resultaba, desde su punto de vista, profundamente desalentador. ¿Cómo habían podido llegar hasta ese punto?, empezó a preguntarse a menudo. ¿En qué momento la escalada de resentimiento y desprecio había alcanzado tan elevadas cotas?
La soledad, y con ella una nueva y pavorosa modalidad del miedo, nunca antes experimentada, siguió apretando bien fuerte durante algún tiempo. Cada día Manuel Comillas se sentía más abrumado por su peso. Lo peor era la desesperanza, el hecho de saber que, o acaso se compraba otro loro, o estaba abocado sin remedio a ser un paria lo que le quedaba de vida. Aunque por otra parte, ¿quién necesitaba de personas tan detestables como las que lo rodeaban para vivir? Una cosa parecía clara: que a esas alturas, después de tanto desencuentro, la «gente» jamás aceptaría su forma de ser, en tanto que él era ya «muy mayorcito» para siquiera plantearse cambiar, y tampoco estaba dispuesto a darle ese gusto a nadie. Descartada por lo demás la idea de comprar un sustituto de su querido loro respondón, por ser, según él, algo indigno de considerarse medianamente en serio, terminó imponiéndose, muy a su pesar, el deber de hallar una solución que acercara ambas posturas irreconciliables. Las dos primeras opciones que se le pasaron por la cabeza, sin embargo, fueron descartadas casi de inmediato: ni el suicidio era una buena idea (no olvidemos que Manuel se tenía en demasiada buena estima como para matarse a sí mismo) ni hacerse eremita o recluirse en un monasterio, como también barajó, eran alternativas que fueran mucho con él, básicamente porque si se decidía a vivir en completa soledad, ¿a quién iba a criticar? ¿A Dios? No, no. Manuel Comillas, pese a sus muchos defectos, todavía esperaba ir al cielo algún día, casi tanto como poder seguir burlándose de la «gente» sin convertirse por ello en un marginado social. No fue hasta pasadas unas pocas semanas, inmerso como se hallaba en tales disyuntivas, que Manuel empezó a darse cuenta de la dificultad que entrañaba aquel dilema.
Pero toda paciente deliberación acaba teniendo su recompensa: cierto día, tras mucho darle al tarro, Manuel pareció dar finalmente con la solución definitiva a sus problemas. En adelante, concluyó, se entrecomillaría a sí mismo. Según esto, su vida entera sería una ironía, un sarcasmo puesto al servicio de sus intereses, que no pasaban por otra cosa que no fuera escapar de esa soledad que lo acuciaba, y, ya puestos, divertirse un poco a costa de los demás. Manuel Comillas sería «bueno», «amable», «servicial», «divertido», «humilde», «sincero»… Manuel Comillas sería todo lo que la «gente» quisiera que fuera, lo que les viniera mejor en cada momento, cualquier cosa con tal de que no lo excluyeran y lo dejaran sin material de primera que desollar en privado. Por supuesto, semejante artimaña respondería nada más que a sus necesidades: todo sería una maravillosa impostura, un entrecomillado con multitud de interpretaciones al alcance solo de Manuel Comillas. Ahí estaba el quid de la cuestión. Los demás que pensaran lo que quisieran, pero que pensaran bien. De eso se trataba.
Para que semejante ardid funcionara, Manuel tendría, sin embargo, que cambiar sus actuales circunstancias. Es por eso que, a poco que tuvo ocasión, decidido como estaba a empezar de cero, se buscó un nuevo trabajo en otra ciudad (sus antiguos compañeros jamás se habrían tragado ese «cambio radical» de actitud) y se marchó de Santander rumbo a Madrid, sin demasiada ceremonia ni excesivo dolor en su corazón. De este modo, Manuel Comillas borró lo que había venido siendo su vida hasta entonces y se inventó de la nada una vida a la medida de lo que el mundo esperaba de tipos como él. La crítica, la mofa, el sarcasmo, el desprecio supino maquillado de buenas intenciones, todo eso que no precisaba de ningún entrecomillado, porque era lo que verdaderamente lo definía, quedaría en lo venidero constreñido al más interno de sus fueros. Sería sin duda algo difícil, pensó, pero valdría la pena.
Ni que decir tiene que «Manuel Comillas» prosperó y cosechó muchos y muy grandes éxitos.
No sé si don Manuel Comillas existe (o existió) o si es una idea literaria, pero en todo caso me ha causado mucha pena.
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Pura ficción literaria, Ana
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