Canción de hielo y fuego

«Canción de hielo y fuego», de George R. R. Martin. Editorial Gilgamesh.

Correría el año 2010, si no recuerdo mal. Horas largas delante del ordenador de la oficina en Madrid, proyecto de exigencia desproporcionada, plazos ajustados, dura competencia, y de cuando en cuando, fieles a su costumbre, malos modales por parte de los mandamases del banco. De sol a sol, de 9:00 a 21:00, y a veces más. Al frente del proyecto, los tres mosqueteros: Jesús, Luis del Barco y un servidor. El tiempo y los resultados avalaron el magnífico trabajo que hicimos, fruto, a su vez, de la maravillosa relación que construimos entre los tres. Apenas teníamos vida propia, apenas esperábamos recompensa; más contentos que puteados (y puteados estábamos un rato), supimos salvar el órdago a base de compañerismo y de mucho buen humor. De lo contrario, habríamos acabado más locos todavía.

Creo que fue Luis del Barco quien me habló por primera vez de «Juego de tronos». O quizás lo escuché hablando de eso con algún otro compañero, desayuno, comida, merienda o cena mediante, que todas esas comidas tuvimos oportunidad de compartir durante los dos años que duró el proyecto de marras. El caso es que me llamó la atención. La literatura épica o fantástica, como quiera catalogarla cada cual, no era uno de mis fuertes: más allá de «El señor de los anillos» o «El Silmarillion», lo más cercano al género había sido «Olvidado rey Gudú». Sin embargo, por algún motivo me apetecía sumergirme en una de esas sagas literarias desprovistas de trascendencia y repletas de fantasía, quizás para desintoxicarme de la metafísica y el existencialismo del que me había impregnado tras leer a Sabato. «Juego de tronos», primera entrega de la saga llamada «Canción de hielo y fuego», parecía ser la solución más adecuada en ese momento. Además, Luis tenía y me imagino que sigue teniendo un gran criterio a la hora de recomendar pelis y series, así que en este caso, y pese a ser solo un libro por aquel entonces, supuse que podía fiarme de él.

Ese fin de semana, a poco que tuve ocasión de disfrutar de algo de vida propia, fui a la FNAC (venga, hoy no hago ningún comentario) y me hice con la edición de bolsillo de la novela, formada por dos ejemplares muy cucos de letra apretada y minúscula. A la mañana siguiente, domingo de luz de polvo colándose por el ventanal de mi estudio, empecé a leer el libro. ¿Qué podría decir? De la dicotomía insoslayable entre el Bien y el Mal planteada en «El señor de los anillos», de ese elevado concepto del honor tan sabiamente manejado por Tolkien y que tan bien recordaba yo, pasé de repente a un universo en el que predominaba una amplia escala de grises. Personajes torvos, codiciosos, libertinos, impúdicos, mezquinos, personajes movidos de un modo u otro por el interés, salvo contadas excepciones. Por no hablar de la práctica ausencia de cualquier cosa mínimamente comparable con el honor. En la era de los antihéroes, Martin planteaba, con unos cuantos años de anticipación (no olvidemos que la primera novela es del año 1996), un mundo repleto de antihéroes psicopáticos, convenidos y amorales, borrachos, viciosos, perturbados por traumas diversos. De primeras, cómo no, algo verdaderamente atrayente. El planteamiento de novela río ayudaba, además, a familiarizarse rápidamente con cada uno de los personajes principales, a captar esos matices de personalidad tan importantes a la hora de marcar la diferencia entre los valores y compromisos de unos y los impulsos y conveniencias de otros. La ambientación, esos Siete Reinos de Poniente, así como las continuas referencias a edades más o menos remotas del mundo, conferían mayor empaque si cabe al argumento, un argumento, por lo demás, con claras influencias medievales, que bebía de históricas barbaries y fraticidas luchas todavía más terribles que las que se narran a lo largo y ancho de las cinco entregas de la saga publicadas hasta ahora.

Por supuesto, «Canción de hielo y fuego», al margen de la épica, la fantasía y la transgresión del género, constituye una completa ponencia de personajes. Tantos que hace falta un índice con las correspondientes casas (Stark, Lannister, Baratheon, Greyjoy, Martell, Tyrell, Targaryen…) para no perder comba, índice que se hace casi tan necesario y recurrente como el mapa en el que se muestra ese continente llamado Poniente, balanceado en Norte y Sur como únicos puntos cardinales relevantes. Pero, volviendo a los personajes, es verdad que a poco que uno empieza a leer la novela se hace una rápida idea, según afinidades, de cuáles son sus personajes favoritos. Que si Jon Nieve y su sentido del honor por aquí, que si Tyrion Lannister y su mordacidad por allá, que si Daenerys Targaryen como icono de mujer luchadora hecha a sí misma, que si Ned Stark como referente de decencia… pasando, claro, por otros referentes de distintas y variadas actitudes como los desequilibrados hermanos Jaime y Cersei Lannister, el borrachín Robert Baratheon, los insufribles y buenos para nada de Bran y Joffrey, la peleona Arya, la pavisosa Sansa… Catalogo de tan gráfico y hasta despectivo modo a los principales actores de la historia por un motivo: porque, a lo largo de las cinco novelas, uno tiene ocasión de amar incondicionalmente a ciertos personajes para, acto seguido, a medida que la trama se enrevesa, cogerles un asco irreversible. Me sucedió con Jon Nieve, me sucedió con Tyrion, me sucedió a la inversa con Jaime (primero lo odié, luego lo amé, y casi al final de «Danza de dragones» empecé a cogerle manía de nuevo), y así con muchos. Dos únicas excepciones a esto: el pobre Ned, al que es difícil cogerle asco por cuestiones de tiempo, y la madre de dragones, desde mi punto de vista (y perdóneseme) insufrible desde el minuto 1, con esa trama dothraki de desérticos vagabundeos, tan soporífera que dan ganas de que venga una tormenta de arena que se trague a todo su khalasar, dragones incluidos. Una pena, porque la historia de la familia Targaryen y su caída en desgracia, en el cómputo global de edades recogidas con mayor o menor detalle en la novela, es sin duda de las más interesantes.

He querido incidir mucho en los personajes, en sus peculiaridades, filias y fobias, porque sigo pensando que es uno de los grandes méritos de «Canción de hielo y fuego»: la psicología de los mismos es certera, resultan reconocibles y hasta esas idas y venidas en los sentimientos que despiertan podría considerarse como un logro, dado que refleja perfectamente como dichos personajes van evolucionando. Lo mismo sucede con los paisajes: tal y como sucedía con Tolkien, pero con menor exhaustividad en el detalle, Martin logra transportarnos con gran poder evocador a los distintos escenarios, y lo hace mediante el uso de una prosa sencilla y directa, no por ello exenta de elegancia. Nada fácil en cualquier caso, pero especialmente complicado a la hora de recrear un mundo entero, como hace aquí Martin. Y es que el tipo, sin duda, escribe muy bien, y maneja a la perfección los tiempos de la historia. Otra cosa, sin embargo, son los derroteros por los que esa trama de intrigas palaciegas y conflictos de poder, tan bien planteada desde el principio, va transcurriendo, en caída libre a partir de esa cota inalcanzable que supone la tercera novela, «Tormenta de espadas». Una lástima, porque hasta entonces la historia es de las que enganchan, y mucho. Tanto que tardé apenas unos pocos meses, tras aquella primera compra en la FNAC, en hacerme con el resto de entregas, por no hablar de las expectativas que tenía en la publicación, tras el fallido «Festín de cuervos», de «Danza de dragones», la que ¡quién nos lo iba a decir! supondría la última novela publicada hasta el momento.

A ese respecto, he de decir que el maltrato sufrido por la novela a manos de su adaptación televisiva me resulta indignante. El señor Martin, seguramente Lannister encubierto, ha dejado seducirse por el oro y los maletines antes que dar digno final a una de las sagas más apasionantes de los últimos años. ¿Que la serie mola, como dicen muchos? Solo lo justo. Sobrevalorada en extremo, malogra esa gran virtud que atesoraban los libros en cuanto a la construcción y el desarrollo de los distintos personajes: en la serie, todos, hombres, mujeres, niños, niñas, parecen regirse por los mismos códigos, pensar, sentir, hablar y comportarse de la misma manera, hasta el punto que a veces, si uno cierra los ojos, no sabría discernir si está escuchando hablar al Perro, a Oberyn Martell, a Tormund Matagigantes, a algún hijo de Frey o a la propia Arya, salvando las diferencias. Todos resultan igual de amorales, todos igual de rudos, provistos todos de la misma afilada ironía. Terrible. Aparte de eso, y he aquí quizás lo más grave, la conclusión de la historia en la serie, más allá de las diferencias que pudieran producirse en un futuro hipotético en el que Martin se decidiera a publicar las dos novelas pendientes, deja poco lugar a la imaginación, y uno no puede evitar pensar en algo así como un refrito infumable para salir del paso y hacerse el digno ante los maltratados lectores.

En conclusión, una pena. Y lo es porque la saga literaria, hasta donde llega, y con sus altibajos (que los tiene), me reportó grandes y muy gustosos momentos de lectura. Me tuvo enganchado durante muchos meses, como ningún libro hasta la fecha, mientras en paralelo, en la vida de verdad, yo seguía luchando junto a Jesús y Luis en nuestra propia épica aventura contra los gerifaltes del banco. Buenos recuerdos, marcados por lecturas que no se borran. A veces, la calidad no va reñida con el poder de una obra para absorber al lector. Pero es una pena. Una pena que esta obra maravillosa no vaya a disfrutar de un final honroso. Al menos nuestra lucha en el banco, epopeya digna de figurar en los anales, sí que lo tuvo. Algo es algo.

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