Andrés y el miedo

Arriba y abajo, cada vez más alto, las cadenas de acero quejándose, chirrían, arriba y abajo, más alto, más fuerte, empuja más, más fuerte, la pequeña Mónica Galván riendo, sus manitas aferradas a las cadenas del columpio, sus piernitas agitándose también, arriba y abajo, cobran impulso al compás del vaivén, arriba y abajo, las carcajadas más fuertes, se muere de risa, empuja más, empuja, le dice a su padre, apostado detrás del columpio con gesto monótono y sonrisa abandonada, Andrés Galván que mira a cada nuevo empujón la hora, en tanto Mónica completa el viaje y regresa a lomos del asiento de madera requiriendo un último impulso, uno más, más fuerte, que la lleve hasta las nubes, dice, esas nubes que asoman tras las copas altas de los árboles del parque y que Andrés observa con la extrañeza tranquila con que últimamente le da por mirar a todos sitios, sin ver nada en realidad.

Luego, vuelta a casa. Cada día anochece antes, se va notando la llegada del invierno. Mónica va forrada de ropa; su cuerpo menudo, demasiado pequeño para una niña de ocho años, se asemeja al de un muñeco de nieve, abrigo sobre abrigo. La chiquilla camina con torpeza entre los columpios del parque, todavía mareada por el balanceo frenético de hace unos minutos. Como a esos árboles a los que la cría se refería entonces, Andrés observa ahora a su hija con la perplejidad de alguien que recién descubriera que es padre: «Esta es mi hija, camina de mi mano, la quiero y la protejo». Por alguna razón necesita desmenuzar la realidad en sus principios más esenciales, llegar al fondo de las cosas, ahora que tantas causas y tantas consecuencias parecen escapar a su entendimiento. Será el cansancio, se repite a menudo, consciente de su estado de ánimo. Demasiado tute en la pescadería, demasiados madrugones para ir al mercado, y muy poca vida. Vida de verdad. Andrés vuelve a mirar a Mónica; la envidia, considera que ese mundo absurdo que la pequeña habita, despreocupado, inocente, es más digno de llamarse vida que la sucesión de sacrificios y responsabilidades que cualquier adulto medio se ve obligado a afrontar. «Lo hago por ellas —se dice—. Mónica, mi hija: le gusta venir al parque todas las tardes antes de ponerse con los deberes, también ver películas de dibujos animados mientras devora un bol de palomitas, y el color azul celeste, ese es sin duda su favorito». Andrés asiente con la cabeza, satisfecho con ese análisis tan ridículo como al parecer necesario. Sin soltar a Mónica, guiándola a marchas forzadas hacia la salida del parque, prosigue con su particular desglose: «Ana, mi mujer: solíamos salir a bailar, decía que era una horterada, pero que no se le ocurría un plan mejor para un sábado noche. Es estricta y quizás demasiado exigente, pero cuando al fin se abre a quien lo merece es pura ternura. Se desvive, ella también lo hace a su manera, aguanta por mí y por la cría esta vida a medias que nos ha tocado vivir. Antes, no hace mucho, seguía queriéndome, nada más que con mirarnos a los ojos».

El análisis de Ana no deja a Andrés contento del todo. Demasiado pasado, presente el justo, y no muy alentador. Sin embargo, es incapaz de darse cuenta de eso. Solo atina a descubrir que algo no marcha bien, algo rodeado de sombras, que en efecto le impide ver más allá de lo que sus ojos miran, algo que lo bloquea y que podría confundirse fácilmente con el miedo, de no ser porque Andrés no sabe a qué temer exactamente. Tampoco cree que haya motivos para ello. Todo va bien, al margen de la vida resignada; todo funciona, que no es poco. O tal vez no, en cuyo caso se trataría, según su criterio, de una soberana injusticia. Lo importante es como se acaba, no como se transita; sería injusto no ver el fruto de su esfuerzo, comprobar que nada funciona a pesar de su entrega. Una broma de mal gusto, como esas que suele gastar su hermano Alberto.

A mitad de camino, Mónica se detiene como de costumbre delante del escaparate de la juguetería. Apoya las manitas en el vidrio estampado de huellas y busca entre las muñecas y los juegos de mesa potenciales candidatos a engrosar la lista de regalos para Navidad. Andrés disfruta de esos momentos; sabe que, dentro de no mucho, no serán más que un hermoso recuerdo. El brillo en los ojos de un niño; las bocas abiertas de asombro. Son cosas que no vuelven. El recuerdo, sin embargo, permanecerá ahí, inmaculado en la mente de Mónica, y él, Andrés, su padre, el pescadero amable y bondadoso del que todos hablan bien, persona honrada como la que más, trabajador incansable, devoto de su familia, será parte y causa de ese recuerdo imperecedero. «La vida se forja así, a base de recuerdos —piensa mientras observa como Mónica señala hacia unas muñecas de colores chillones y precios desorbitados—. El amor también se recuerda, es eso lo que lo ayuda a permanecer. Mónica no dejará de quererme jamás». Pero incluso esta conclusión se le antoja ahora amarga y precipitada, como si el amor supuestamente incondicional de su hija fuera el último de una larga serie de amores perdidos. Andrés piensa en sus padres, en su madre sobre todo, muerta hace unos pocos años; también en su hermano, con quien no hay ni puede haber término medio: o lo amas o lo odias, o lo aplaudes o lo repruebas, no quedando muy claro en cuál de los dos extremos se siente Andrés más cómodo, especialmente después de lo que pasó con aquella chica… Todo mentira, sí, así quedó demostrado en el juicio. Y aun así… Algo se quebró. Algo que Andrés, como tantas otras cosas, no sabe identificar. Otra nube de oscuridad, envolviendo aquello que intenta atisbar. «También Ana está envuelta en sombras», se dispone a materializar en forma de pensamiento, justo cuando Mónica lo interrumpe para decirle que, definitivamente, le pedirá a Papá Noel una de esas muñecas horrendas.

Al llegar a casa, padre e hija descubren que Alberto los está esperando en el salón. Les dice que iba a salir ya a buscarlos al parque, que se pirraba por montarse en los columpios con la pequeñaja. Mónica se deshace en carcajadas mientras su tío le hace cosquillas en la tripa. Andrés, por su parte, observa sin comprender. Un par de minutos después aparece Ana. Se excusa, dice que estaba guardando ropa en la habitación. Su mirada es esquiva, esquiva pero firme: no es que pretenda evitar a su marido, simplemente lo ignora. Andrés examina a Ana con extrañeza, observándola sin ver nada, nada en realidad. Lo único que alcanza a pensar es que, por el motivo que sea, hoy no hay amor. No en sus ojos. Es, de nuevo, la oscuridad, la negra oscuridad envolviéndolo todo, impidiendo ver más allá de lo que pretende abarcar. O es el miedo.

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