Tic-Tac

La sala de espera en penumbra bulle de frenética actividad. En la puerta desdibujada del fondo se agolpan apresuradamente los segundos que, de un momento a otro, tienen que franquear el umbral para así hacer su fugaz e imprescindible aparición en el discurrir del tiempo. Han ensayado con tesón durante toda una eternidad, educados desde los albores de la primera edad del mundo en el papel que tendrían que desempeñar: cada millonésima parte de su ser ha sido preparada con precisión milimétrica para que el fino hilo aglutinador de sus existencias no se quiebre. Y es en esos últimos compases de la larga espera cuando por norma surgen los nervios y confusiones habituales, apaciguados generalmente por el inmenso contador de turno situado sobre el dintel de la puerta, marcando a cada instante la interminable cuenta atrás para cada uno de ellos.

Pero ha ocurrido algo extraño, algo nunca visto: el contador de turno se ha estropeado. Han transcurrido ya 224 segundos desde que, sin previo aviso, se quedara parado en el número 70.237-23-02-2.017. Tras un primer momento de caos e incertidumbre, los segundos veteranos, aquellos que ya han cumplido con su cometido y que esperaban entre bambalinas a dar ánimos a sus compañeros, han conseguido organizarles para que el lapso de tiempo experimentado no sea apreciable y sigan con el desfile tal y como estaba planeado, a la espera de que los encargados de mantenimiento acudan a arreglar el contador. Pero la empresa no es nada fácil: algunos segundos impacientes han intentado colarse para poder huir, y solo la denuncia espontánea de los que iban a ser rebasados ha impedido que, con esta acción, se produjera un Desajuste Temporal Irreversible.

En el otro extremo de la sala, entretanto, los segundos que todavía no tienen que traspasar la puerta inmediatamente contemplan, angustiados, la dantesca escena de prisas, gritos y empujones.

—Joder, joder, esto tiene muy mala pinta —dice uno.

—¿Pero dónde coño se meten los de mantenimiento? ­—se pregunta otro— Ya tendrían que estar aquí…

—Esos se han largado y nos han dejado tirados… Seguro que les ha entrado el miedo —responde un tercero sin quitar ojo, abstraído.

—¡Joder, agorero! Miedo el que tengo yo, no me jodas, ¡un DTI! ¡Esos insensatos casi provocan un DTI! —exclama el primero— ¿Os lo podéis imaginar? ¡Hubiera sido el fin!

—Bueno, bueno, tranquilidad… Lo importante es que han controlado bien la situación, y los de mantenimiento deben de estar ya de camino. Tú concéntrate, que ya no te queda demasiado.

—¿Por qué número van?

—No estoy seguro, deben de ir por el 71.000-23-02-2.017, por lo menos.

—¡No me jodas! ¡Que yo soy el 71.951-23-02-2.017! ¡Me quedan menos de 1.000 turnos!… Joder, qué acojone… ¿Tú qué número tienes?

—Bah, a mí me queda todavía mucho, hasta el 75.242-23-02-2.017 un rato…

—No sé para qué hacéis tantas cuentas —vuelve a intervenir el agorero, saliendo de su estado hipnótico—, está claro que esto se va a ir a la mierda… No van a poder aguantar mucho así, y el tiempo pasa. 

—¡No es momento de chistes, joder! Mierda, debería ir abriéndome sitio hacia la puerta, ¿no?

—Si quieres que te aplasten, tú mismo. Esos están fuera de sí.

—¡Cállate pájaro de mal agüero! No le hagas ni caso, yo creo que es mejor que esperes, pero por el rollo de no molestar a los que van a entrar ya… Aguanta un poco, ahora sólo estorbarías.

—¡71.203-23-02-2.017! ¿¡Dónde cojones está el 71.203!? —grita de repente uno de los veteranos, al fondo— ¡71.203! ¡Le faltan diez turnos, que venga echando hostias!

—¡Voy, voy! ¡Dejadme paso! —responde una voz ahogada por la multitud, mientras un brazo se yergue por encima del mar de cabezas reclamando la atención.

—¡Abrid hueco, coño! —increpa el veterano, que se ha subido a una especie de pedestal improvisado para localizar al segundo perdido. Rápidamente se forma un estrecho pasillo en mitad del tumulto, por el cual el número 71.203 se abre camino como una bala, llegando justo a tiempo para saltar a través de la puerta.

—¡Ni se os ocurra ahora cerrar el pasillo! ¡Que los siguientes 20 segundos se vayan poniendo en fila y rapidito, que no tenemos todo el día!

—¿Ves? Sólo estorbarías —continúa el 75.242—. Yo que tú no iba para allá hasta que te quedaran, al menos, 100 puestos.

—Joder, pues sí, ha faltado poco otra vez… ¡Lo peor es que se me está olvidando todo, voy a hacer el ridículo!

—Pse, más ridículo que el que estamos haciendo ya… —contesta el agorero— Qué vergüenza, qué falta de previsión…

—Bueno, bueno, tampoco es para tanto. Los de mantenimiento…

—¡Y una mierda los de mantenimiento! Ya te he dicho que esos tíos se han dado el piro, que pasan de nosotros. ¡Dios, qué poca seriedad!

—¡Oye, a mí no me interrumpas, coño!… Y tú no le hagas ni puto caso —prosigue, dirigiéndose de nuevo al 71.951—, ya verás que, cuando te toque a ti, los de mantenimiento han arreglado el contador. Ya verás.

—Joder, me voy a quedar en blanco, no voy a saber como actuar…

—No digas tonterías, llevas eones preparándote para esto, te sabes de memoria hasta el más mínimo detalle. Todos sabemos lo que tenemos que hacer, hasta este indeseable —y señala con desdén al agorero— Que por cierto, ¿qué número tienes tú?

—Te importa una mierda mi número —dice este ásperamente—, ocúpate de concentrarte tú y préstale menos atención a este llorica.

 —¿¡Llorica!? ¡Me cago en tu puta calavera! —grita el 71.951— ¡Todavía te suelto una hostia y te parto la cabez…!

—¡Silencio allí al fondo, cojones! —increpa el veterano del pedestal— ¡Más respeto por vuestros compañeros!

—Desde luego, qué vergüenza —musita el agorero alejándose, mientras el 75.242 intenta sujetar al 71.951, a punto de abalanzarse sobre el otro.

Entonces sucede algo. De repente un grupo numeroso de segundos no aguanta más la situación y parece perder la razón. El pasillo mínimo que momentos antes había formado la multitud se cierra de golpe sobre los que se disponían a entrar por la puerta. Cunde el pánico y todos se ponen a gritar. Los veteranos apenas si pueden contener el empuje de la turba enloquecida, completamente desbordados. En un gesto espontáneo, los segundos que aguardan al otro lado de la sala corren en ayuda de los organizadores, sabedores de que, si no ponen coto a la rebelión, se sobrepasará el Tiempo Límite de Retardo y todo habrá terminado. El 75.242 arrastra del brazo al 71.951, conminándole a que se una a las labores de rescate. Son instantes de gran confusión. Los unos intentan contrarrestar el empuje de los otros, decididos a traspasar el umbral cueste lo que cueste. Cuando parece que los rebeldes finalmente van a conseguir su objetivo, la sirena de la unidad de mantenimiento irrumpe en la sala, dejando en suspenso puños y exclamaciones de batalla.

—¡Ya están aquí! —grita el veterano del pedestal, ahora rodando por el suelo— ¡No peleéis compañeros! ¡Todo se va a solucionar!

—¡Vamos, que pase rápido el siguiente! —pide otro de los veteranos, agarrado al marco de la puerta como una araña para impedir el paso de indeseables.

—¡71.626! ¿¡Dónde está!? —pregunta otro, mientras los miembros de la unidad de mantenimiento, totalmente ajenos a la trifulca, se encaraman al contador y empiezan a hurgar en sus circuitos, bajo la atenta mirada de atacantes y defensores, paralizados todos por la incertidumbre.

—¡71.626, rápido!

—¡Está aquí, es este!

Un grupúsculo de leales a la causa, entre los que se encuentran los magullados 71.951 y 75.242, coge en volandas a uno de los disidentes, incapaz de reaccionar a la llamada, y lo empujan hacia la puerta. Más pronto que tarde, el flujo normal de segundos se va restableciendo, a medida que los amotinados recobran la esperanza en el arreglo del contador y los defensores de la puerta terminan de convencer a los pocos que aún se debaten. Por su parte, los de mantenimiento prosiguen con su ardua tarea de reparación, conscientes de que, si no se dan prisa, habrá nuevos altercados.      

El 71.951 aprovecha entonces la calma recién instaurada para recomponerse un poco de los zarandeos y atropellos sufridos. Sin apartar la vista del contador se palpa una pequeña herida que le sangra de la frente, mientras intenta limpiar de su ajada ropa las huellas de la batalla.

—Joder, un millón de años esperando este momento —le dice sonriendo al 75.242, que a duras penas se mantiene en pie—, y cuando está a punto de llegar mírame, hecho un puto adefesio…

—Bueno —responde el 75.242 agarrándose la pierna a modo de bastón—, al menos no te han dejado cojo a pisotones.               

—Vamos a ser los instantes de tiempo más lamentables de la historia…

Los dos compañeros se echan a reír.

—¡71.827! —grita con desidia la voz del veterano del púlpito, apoyado esta vez sobre el quicio de la puerta.

—Creo que va siendo hora de que te pongas en la cola.

—Sí, joder… ¡Qué nervios!…

—Bah, tú tranquilo, si algo sale mal siempre podrás achacar que te diste un golpe en la cabeza, que por otra parte es cierto —y vuelven a reírse—. En fin, mucha suerte.

El 71.951 estrecha la mano que le tiende el 75.242 y se dirige a la fila a trompicones.

—Disculpa, ¿eres el 71.950? —pregunta al segundo que cierra el desfile.

Al volverse este, descubre con desagrado que se trata del agorero, que había desaparecido justo antes de la trifulca.

—¡No me jodas! ¿¡No serás tú, no!?

El agorero lo mira con desprecio de arriba abajo y esboza una sonrisa desdeñosa.

—Te jodo, sí, te jodo… Soy el 71.950. Y no creas que a mí no me fastidia que un momento de la historia tan irrepetible como el que yo protagonizo se eche a perder con una continuación tan… —se detiene y lo vuelve a mirar de pies a cabeza— Tan desastrosa…

—Mira gilipollas, vamos a tener la fiesta en paz… Si voy con estas pintas es porque al menos me he jugado la cabeza intentando defender nuestra causa… ¿Tú mientras dónde coño estabas?

—Esperando pacientemente mi turno, allí sentado —y señala al otro lado de la sala—. Y mira qué casualidad, al final aquí estamos los dos, en orden y esperando cada uno nuestro turno, con la diferencia de que yo no parezco un pordiosero… Como ves, el resultado ha sido el mismo, imbécil.

—Eso se arregla enseguida —contesta desabridamente el 71.951, asestándole un puñetazo en la mandíbula que le deja semiinconsciente. Sin dejar que caiga al suelo, lo agarra del cuello y lo arrastra no sin esfuerzo hasta la puerta, alcanzándola justo en el instante en que el veterano del púlpito canta el 71.950 por tercera vez.                 

—¿Eres tú el 71.950? —pregunta el veterano con la voz cascada.

—No, yo soy el siguiente, pero lo traigo aquí… Lo he encontrado de casualidad tirado en una esquina. Yo creo que ha bebido, o algo peor —insinúa el 70.951 sin soltarlo.

—¡Me voy a cagar en la puta! ¡A este cabrón se le va a caer el pelo! Tráelo para acá.

El veterano comienza a zarandear al agorero con violencia, perjurando y dándole sopapos hasta que al fin despierta de su sopor.

—¡Te voy a empapelar, desgraciado! —le grita a dos milímetros de la cara, escupiéndole— ¡Y ahora cumple con tu obligación!

El agorero, sin tiempo para reaccionar ni entender qué está pasando, es empujado por el veterano con violencia y desaparece en la negrura del umbral, expresando su incomprensión con un chillido postrero.

—Bien, te toca —continúa el veterano, dirigiéndose al 71.951—. Espero que seas capaz de arreglar el desaguisado que este mentecato haya podido montar.

—No se preocupe, estoy preparado para ello —responde, lleno de orgullo.

Toma entonces carrerilla y de un salto atraviesa la puerta, justo en el momento en que resuena en toda la sala de espera el bocinazo que indica que, al fin, los tipos de mantenimiento han conseguido poner en marcha el contador.

El resto es historia.

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