
Languidecía la tarde infinita de la infancia, asomada a la ventana de mi habitación. Tarde de domingo, luz renovada de cambio horario. Del otro lado de los edificios la calle subía hacia remotos paisajes imaginados por mi mente desde el primer uso de razón. Otras veces había intuido esos mismos paisajes bajo un cielo gris y pesado, mañanas de domingo distantes en el tiempo y el espacio, lluvia que descargaba sobre parques que nunca existieron. Estaban allá arriba, en el extremo de la realidad, del otro lado de la calle. Ahora simplemente se esfumaban al soplo fresco de la tarde de primavera, desvelando realidades nuevas, promesas que asomaban desde lugares apenas conocidos.
En la tele de la salita, del otro lado de la pared, sonaba la cantinela semanal: «De domingo a domingo pensando en ti, de domingo a domingo esperándote. Y vuela, la semana vuela». Yo escuchaba a ráfagas esa melodía entre canción y canción, imponiéndose al breve silencio rugoso que transitaba por los auriculares conectados al radio cassette de mi hermano: Cantares, Retrato, La saeta, y entre medias la semana que volaba, aplausos y publicidad. Las viejas cintas de mi padre, cómo no. Álbum de oro, Serrat guiñando el ojo con la cerilla encendida. Todo de prestado. El hombre del casino provin-ciaa-aaaa-no era diseccionado calmosamente en tanto de fondo sonaban más aplausos, más ruido, y un olor a pinchitos haciéndose en la sartén anunciaba la hora de la cena. Cenar aun siendo de día: ley materna. Antes, si era posible, un par de canciones más: Españolito, o He andado muchos caminos. Junto con la cinta 4 (Vivencias, con joyas como Mis gaviotas, Pueblo blanco, Tío Alberto o De cartón piedra), la 3 (Mis poetas) era mi favorita, en especial la cara A, en donde se recopilaban las canciones de Machado. Hernández era demasiado denso para un domingo por la tarde —domingo laxo como los demás, tirado en la cama, escuchando música, anhelando vidas por vivir del otro lado de la ventana abierta. A los dieciséis años no había mucho más que hacer. Paisajes imaginados, etcétera.
La cabeza de mi madre asomando por la puerta anunciaba, junto con la campana doblando por don Guido, que los pinchitos estaban ya hechos. ¿Quieres una tortilla? Bueno, pues levanta. Serrat seguía cantando mientras tanto, su voz acompasándose por momentos al movimiento de los labios de mi madre. Casi no me daba para despedir al caballero andaluz. Las moscas, pequeñitas, revoltosas, amigas viejas, familiares en el humano sentido según la voz errónea de la experiencia, tendrían que esperar a otra ocasión. Quizás a la noche, como preámbulo de la cara B (Ramón Sijé, las nanas, el niño yuntero…), o quizás al siguiente domingo. Vuela, la semana vuela. Tampoco importaba demasiado: aparte de ser la canción que menos me gustaba, lo cierto es que yo tenía mucha vida, o muy poca, que malgastar en la escucha atenta y en bucle de aquellas cintas de prestado.
Aquellas cintas… Biblia, música de cabecera. Formación impagable, recuerdo.
Imborrable.
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