
Canturreaba siempre entre dientes. Caminando por las tripas de la ciudad, adolescente de pasos perdidos, sentado en el escalón de algún portal del Perchel, tardes de primavera, esperando a Ángel para ir a echar un billar. Canturreaba también de noche, a la luz de farolas en torno a las cuales las hojas de los árboles danzaban, camino del centro, calle Velarde, parada en el Brico diez minutos antes de la hora para echar un cigarrillo, para seguir canturreando hasta que los demás hicieran aparición, Recio, Flow, Diego, Sergio. Canturreando, canturreando siempre entre dientes. Luego, la madrugada.
Niño raro de cojones, regresa ahora a la memoria. Apenas si sabía canturrear otra cosa que no fuera Serrat, El Último, alguna de Calamaro. Mi extensa discografía era un proyecto inimaginable; mi cultura musical, precaria. Canturreaba lo que absorbía de otros, canturreaba lo impuesto, lo heredado, grabaciones rugosas en cintas de casete. Paco Ibáñez en el Olympia. También eso. Sobre todo eso. Paso natural, recogido, mendigado de los amigos de mi hermano, gustirrancios como yo, obsoletos. Cantaba a poetas de toda índole: desde Quevedo o Góngora hasta Lorca, Alberti o Celaya. Voz engolada y una guitarra, los franchutes y/o exiliados de la dictadura batiendo palmas, clamando libertad, libertad, libertad. Carne de adolescente impresionable, por supuesto, adolescente machacado por consignas y poses, puños en alto y Che Guevara, el comunismo como utopía, sinónimo de libertad, buenos frente a malos, Caín y Abel, cambiemos el mundo, el mundo que era aún nuestro, en lugar de ser nosotros del mundo.
«Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan decir que somos quien somos, nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno. Estamos tocando fondo, estamos tocando fondo».
Y de fondo libertad, libertad, libertad.
Sentado en el escalón de algún portal. Chester entre los dientes, canturreando.
«No hay libertad. Nunca la habrá». Recio nihilista, persuasivo cuando se le aceleraba la lengua, borrachos, viernes noche, fumando un canuto con Ángel en algún callejón cerca de Madre de Dios. Ya sabía de la farsa, de nuestra condena. De nuestro futuro desencanto. Conformismo. Éramos ya del mundo aunque no lo supiéramos. Salíamos a la calle, paseándonos a cuerpo, mostrando que pues vivíamos anunciábamos algo nuevo. Anunciábamos algo nuevo. Libertad, libertad. Pobres niños bien jugando a cambiar las normas. Pobres réplicas felices. Solo nosotros cambiaríamos. Programados para ello desde la cuna. Nada nuevo bajo el sol.
Pero a los diecisiete, todavía canturreando proclamas entre dientes, sentado en el escalón de algún portal, la autenticidad parecía estar fuera de toda duda. Libres éramos. Acaso libres de nosotros mismos.
Juventud, divino engaño.