Estrella distante

«Estrella distante», de Roberto Bolaño. Editorial Debolsillo (Punto de lectura).

Atardecía en Belorado, tarde plácida de septiembre en mitad del Camino de Santiago, y yo tomaba una bien merecida cerveza en la terraza del albergue, parque temático para guiris y mochileros ávidos de experiencias de enriquecimiento multicultural. Yo no buscaba nada de eso, nada salvo calmar el dolor de pies y de espalda después de una dura etapa a través del páramo castellano-leonés. En una de las mesas cercanas, un tipo entrado en años, sombrero de paja, jarra de cerveza y grado de desconcierto similar al mío, escuchaba y dejaba al resto de peregrinos escuchar a través de su móvil una canción de Paul McCartney, Hope of deliverance. Aquella canción, que me trajo recuerdos automáticos de mi infancia, fue la excusa para empezar a charlar con aquel tipo en lo que mi compañero de fatigas peregrinas terminaba de hacer la colada. Narcís, que así se llamaba el tipo en cuestión, pronto se reveló como un verdadero entendido en cine (había regentado durante largo tiempo un videoclub en Blanes) y, lo que más impacto me causó, como un conocido/amigo nade menos que de Roberto Bolaño. «Si buscas por Internet el «Imprescindibles» que le dedicaron, ahí me verás». Y, en efecto, ahí que salía el señor Narcís, apenas 20 segundos, pero muy bien aprovechados. Ciertamente, lo que a mí me contó sobre el escritor chileno no distaba mucho de lo que revelaba en el reportaje: que era un tipo de lo más normal, humilde y discreto, que se ganaba la vida como buenamente podía y que se pasaba las horas muertas apoyado en el mostrador del videoclub, departiendo con él de películas de todo tipo. Sin embargo, obtener de primera mano aquella sencilla semblanza del autor de Los detectives salvajes y 2666, novelas que tan hondo me calaron (en especial esta última), fue algo tremendamente especial para mí. No todos los días tiene uno la posibilidad de conocer a alguien que mantuvo un contacto tan estrecho con un escritor «de verdad».

Seguramente a Roberto Bolaño le habría hecho gracia ese apelativo: escritor «de verdad». Un tipo que malvivió durante gran parte de su vida y que solo durante los últimos años logró ganarse el merecido prestigio del que hoy, casi veinte años después de su muerte, goza sin ningún género de duda. El prestigio de ser uno de los escritores más importantes de las últimas décadas. Así de sencillo, pese a que su literatura (porque como literatura puede considerarse lo que escribía, cosa nada fácil de lograr) se nos antoje a veces demasiado intrincada, plena de referencias, de metaliteratura, de amor complejo, desprovisto de presunciones comerciales, amor hacia el desagradecido oficio de escribir, ese al que jamás renunció a pesar de las circunstancias. Solo así, con pasión obsesiva, aderezada con las dosis necesarias de genio, logró levantar la monumental obra que hoy admira y repele por igual a tantos lectores. Repele también, sí. Porque los que busquen en sus páginas algo de ese postureo snob tan en boga, según el cual parece que lo único importante es leer y leer y leer, cuantos más libros mejor, superar retos de chorrocientas novelas leídas en un mes y alardear de ello en redes, aquellos que sigan tales prácticas, que no son pocos, lo tendrán crudo con el señor Bolaño: para sumergirse debidamente en su obra se requiere de tiempo, paciencia y reflexión. Y eso, a veces, no casa con las prisas lectoras que imperan hoy en día. Es lo que tiene la literatura.

Estrella distante, en apariencia, se desmarca significativamente de la complejidad de otras obras del autor: novelita corta, de apenas 130 páginas, que se deja leer sin ningún problema. Sin embargo, es solo en apariencia, claro. Al margen de las referencias cruzadas y la repetición cíclica de la historia, es cierto que la novela entronca directamente con el universo literario construido por Bolaño en otras novelas como Los detectives salvajes (ahí está, de nuevo, Arturo Belano, alter ego de Bolaño); pero, por encima de todo, se erige como un compendio esencializado del que para mí es, junto a la literatura y la creación literaria, el gran tema de su obra: el Mal. Como ya indiqué en mi breve comentario sobre 2666, Bolaño es un maestro en exponer, sin filtros y sin consideraciones, su particular visión del Mal. En el caso que nos ocupa, en esta Estrella distante, ese Mal viene representado por el piloto de la Fuerza Aérea Chilena Carlos Wieder, un personaje siniestro y despiadado que, al tiempo que comete toda clase de atrocidades durante la dictadura chilena, es también capaz de poner en práctica cierta suerte de poesía revolucionaria en la que los versos, efímeros, son dibujados en el cielo desde su avión a reacción. La novela nos lleva por diversas localizaciones bien conocidas por Bolaño (Chile, México, España) siguiendo el rastro del tal Wieder, sombra omnipresente a lo largo de todo el libro, pero en ningún caso esta búsqueda parece responder en última instancia a una necesidad tan humana como es la de entender: entender por qué tanta maldad, justificarla, explicarla. Así, tal y como sucede en 2666 o en Nocturno de Chile, en Estrella distante no encontraremos esa justificación tan necesaria para terminar de entenderlo todo, para poner cada cosa en su sitio y, conocedores de las razones de ese Mal que se nos presenta, y por tanto de los mecanismos para acaso combatirlo, poder dormir tranquilos por las noches. Y ahí radica, desde mi punto de vista, uno de los grandes méritos de la novela: que el Mal existe porque sí, tiene entidad propia; no deriva de causas explicables, no hay traumas, pasado, vivencias, fracasos o ambiciones que fundamenten la existencia de ese Mal en determinadas personas. Ese es, en verdad, el terror más absoluto, el abismo al que Bolaño nos asoma a lo largo y ancho de su obra, no siendo Estrella distante una excepción: tras leer su última página, nos descubrimos como testigos de lujo de una exhibición gratuita de Mal a la que no encontramos explicación. Así de terrible.

En la tarde de Belorado, poco antes de que cayera la noche, Narcís, peregrino desubicado como yo, no tuvo más que buenas palabras para quien había sido su amigo: Roberto Bolaño, un tipo afable, discreto, un tipo humilde con el que era un placer conversar. Los demonios, obviamente, irían por dentro. Todos los tenemos, algunos, los que escribimos, seamos o no escritores «de verdad», llegamos a exorcizarlos, los exponemos más que argumentarlos, porque demasiadas explicaciones emborronan la esencia. Sea como sea, todo ha de quedar constreñido al ámbito del papel: fuera de las páginas que escribimos seguimos siendo personas anodinas, personas más o menos afables, discretas, mejores o peores conversadores, tipos aburridos. No está de más recordarlo, por muy perogrullesco que sea. Algunos escritores lo olvidan y se comportan como escritores. Otros, los grandes como Bolaño, siguen siendo, por encima de todo, personas.

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