
Todavía, a veces, seguimos caminando detrás de las hadas. Todavía creemos ver su destello sobre la superficie del agua, o intuimos que sus ojos nos escudriñan entre las sombras de los árboles. Todavía ansiamos perdernos por las sendas inexploradas de un bosque viejo, descubrir mundos nuevos del otro lado de las montañas, y sentir miedo, el miedo primigenio que experimentamos ante lo desconocido, el miedo insensato que en realidad no teme por nosotros. Y creer en los dragones de la infancia. También ansiamos eso, a veces. Creer. En damas en apuros, y en caballeros de justicia, y en animales que hablan, y en tantos y tantos seres fantásticos que nos miran y nos cuidan. Creer en todos los cuentos que, durante un tiempo, hace ya mucho, nos hicieron un poco más ilusos y felices. Y en desgarrar la película aburrida que envuelve la realidad, abrir un agujero por el que, de vez en cuando, pueda colarse la magia desde el otro lado.
Diego, el pequeño Diego, sigue caminando detrás de las hadas. ¿Las encontrará?