Alberto Galván

Su voz, su aliento apestando a tabaco y alcohol, mezclado en distancias cortas con la levedad de su perfume, su voz y sus palabras, susurradas al oído como quien recita un sortilegio, desprendidas a pedazos densos de la lengua que asoma entre sus dientes, vamos nena, sé que sientes lo mismo, cada sílaba pastosa derramándose entre los labios finos, como un vino denso que aturde, ¿para qué seguir andándonos con rodeos?, dice, ¿por qué no somos sinceros y nos damos una oportunidad?, y mientras los brazos, ahora son los brazos los que se le enredan en torno a la cintura, la cintura todavía estilizada de Ana, estremecida por una suerte de espasmo al contacto frío de los dedos de Alberto Galván, la cintura que se aleja, marcando distancias, como un polo magnético repelido por otro de su mismo signo, musitando, no, no te acerques, atormentada por el vértigo y el deseo, acorralada contra la encimera de la cocina, en su casa, su propia casa, la casa de su familia, Andrés, Mónica, felices en el parque, columpios arriba y abajo, gritos, risas, y ella mientras restregándose con su cuñado en la cocina, cumpliendo con su papel de mujer ofendida, cómo te atreves, cómo se te ocurre, pero por otro lado tentada, casi dispuesta en el fondo a dar el paso adelante, ese paso que lleva amagando demasiados años, y todo por qué, ¿por respeto?, ¿por miedo?, ¿por amor?, no, no por amor, el amor se extinguió hace mucho, si es que alguna vez existió, Andrés no puede despertar el amor de nadie, en cualquier caso lástima, compasión, no como Alberto, Alberto encantador de serpientes, Alberto pavoneándose delante de ella, siempre igual, bromeando, saboteando los bailes agarrados en las fiestas del pueblo, desde que eran críos, y todo por ella, todo por ti, le sigue susurrando ahora, sus labios rozándole el cuello erizado, ¿no te das cuenta?, todo por ti, brazos como tenazas, Ana que siente el bulto de la entrepierna rozando sus caderas, atrapada, conforme, tira, afloja, ¿para qué seguir negando la evidencia?, tira, afloja, ¿cuánto tiempo llevan así?, ya es hora, sus caderas que se alejan, ya es hora de ajustar cuentas, su torso que se gira, decidida de repente, su boca se abre en un suspiro entrecortado, sus dedos se prenden del cabello alborotado de Alberto, y las palabras, las palabras viscosas se hacen añicos, desbordadas entre los labios enredados, goteando rabiosas en el breve espacio que separa los cuerpos.

Mientras besa por primera vez a su cuñada Ana, mientras aprieta entre sus brazos el cuerpo menudo y trémulo, Alberto se demora en el recuerdo nítido, recurrente, de otro cuerpo: Clara Olmos, sí, Clara, así se llamaba la desgraciada… Quién sabe dónde estará, a quién le andará comiendo la oreja. Después del juicio no volvió a saber nada de ella. Hija de puta… La culpa de todo fue de Quintana, fue él quien lo propuso, trabajo en equipo, dijo, mira, esa golfa de ahí, la que va con la gorda, la detectó con su radar de coños en la penumbra del bar, le entraron, la tía parecía dispuesta a todo, y al final va y nada, se pira y los deja ahí tirados, y Quintana que a él nadie lo deja así de empalmado, así que se fueron detrás de ella, la siguieron, Alberto dejándose llevar, eso quiere creer, que se dejó llevar, que él no es así, qué va, pero él jamás opuso resistencia, jamás detuvo a Quintana, se fueron detrás de Clara Olmos, como perros rabiosos, la metieron en aquel portal, la desgraciada intentaba escaparse todo el rato, hasta que Quintana no le soltó una hostia no se calmó un poco, pero no duró mucho, Alberto todavía recuerda su cuerpo desnudo en el rellano, cierra los ojos y lo ve, retorciéndose, oponiéndose, ella sí, y de fondo las risotadas repugnantes de Quintana, el puto imbécil se corrió enseguida, trabajo en equipo, ya, los cojones, fue él quien tuvo que terminar, todavía lo recuerda, claro que sí, aquella extraña satisfacción cuando se corrió dentro, como de venganza consumada, y también aquella vergüenza infinita mientras empujaba el cuerpo desnudo de Clara Olmos, así se llamaba, sí, Clara, estaba buena la cabrona, recuerda sus pechos redondos, sus muslos blancos y tensos, repeliendo sus embites como un polo magnético del mismo signo, no puede quitarse de su mente aquella imagen, nunca, tampoco la vergüenza, algo que podría llamarse arrepentimiento y que se contradice con la erección que experimenta cada vez que recuerda el cuerpo perfecto de Clara, Clara, sí, allí, tirada en el rellano, aquellas manchas blancas y rojas esparcidas por el suelo parduzco, y las risotadas de Quintana, bien hecho, trabajo en equipo, sus risotadas mientras se perdían por las callejas del centro, huyendo como criminales.

No se salió con la suya. Ni de coña. Pobre infeliz. Se tuvo que comer la denuncia. Fue lo más justo, lo mejor para todos. Alberto querría haber recordado la cara de espanto de la muchacha tras dictarse la sentencia, algo verdaderamente humano que poder reprocharse a sí mismo, pero solo recuerda su cuerpo blanco y perfecto, violentado todavía en la penumbra del rellano. Incluso durante el juicio era incapaz de pensar en otra cosa; incluso ahora, cuando menos importa, lo sigue viendo, retorcido de rabia y de frustración debajo de su propio cuerpo. Solo su cuerpo, jamás su rostro.

Si Ana se hubiera resistido, piensa, si no se hubiese girado para comerle la boca pese a su insistencia y sus lindas palabras, camino de la habitación, Ana en volandas, quién sabe lo que habría pasado… Una carta así solo se juega una vez, Ana se desnuda en la cama en donde cada noche duerme junto a Andrés, su cuerpo blanco y perfecto, dócil, obediente, un alivio momentáneo para las vergüenzas pasadas, solo una vez, sí, o se gana o se pierde, su cuerpo al fin rendido a la evidencia, sus gemidos tanto tiempo deseando ser escuchados, borrando el sonido terrible de aquellas otras risotadas, una oportunidad, se dice, aun siendo torcida, una más, la última carta, se gana o se pierde, es cierto, aunque a Alberto Galván, diga lo que diga, piense lo que piense, jamás le gustó perder.

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