
«Robinson Crusoe» de Daniel Defoe, versión íntegra e ilustrada. Ediciones Gaviota.
Reposa todavía en la estantería medio vencida que cuelga sobre el hueco donde antes estaba mi cama. Allí, junto a otros libros pertenecientes a otras vidas, vidas que fueron mías pero que dejaron de pertenecerme con el paso de los años, prehistoria, primeros pasos. También están La isla misteriosa de Verne, los pequeños volúmenes de Barco de Vapor, Elvis Karlsson y los Cuentos del cuervo de Arabel. Infancia. Los miro, alineados en la estantería de la que de algún modo sigue siendo mi habitación, aunque ya no esté la cama donde antes dormía, pero que sigue siendo mi habitación, dormitorio, cuarto, refugio, escondite, porque aún quedan allí todos los trastos y todos los recuerdos, sin orden ni concierto, confundiéndose a veces, los libros de la infancia, las cintas de música de la adolescencia, un escritorio que no puede abrirse repleto de tebeos imperecederos de Mortadelo, Super López, Pafman y tantos otros, miro a los de fuera, intuyo los de dentro, detenidos en el tiempo azulado de la habitación del fondo del pasillo, allá en casa de mi madre, nunca más mi casa en el sentido estricto de la palabra, los miro y traspaso el polvo del tiempo, y me veo de rodillas a los pies de una cama que ya no existe, dibujando historias como quien juega a los muñecos, libretas saturadas de viñetas, los miro y huelo la tierra húmeda de una tarde de lluvia tras los cristales del colegio, o intuyo la magia inefable de un viernes por la tarde, como un preludio de emociones inagotables que nunca terminaban por llegar, objetos antiguos, camarotes inaccesibles, legajos amarillentos, arcanos indescifrables, descubrimientos a flor de piel. Vida. Vida imaginada.
Robinson Crusoe fue, de entre todos los tesoros de mi estantería, el primero de todos. El primer libro de verdad que leí en mi vida. Tendría unos ocho o nueve años. Mi madre (quién si no, tan empeñada siempre en que el niño leyera) me lo compró una tarde en la papelería Torres, un pequeño local que estaba un poco más abajo de la calle y, aun siendo como era una modesta papelería de barrio, al menos tenía la ventaja de ofrecer una variada selección de libros infantiles y juveniles. Allí me hice con muchos de los libros que he mencionado antes, además de comprar la colección completa de Asterix. Por supuesto hace ya mucho tiempo que la papelería desapareció. Hoy en día hay una freiduría de pescado en su lugar, aunque no sé si durará mucho, ni tampoco creo que me importe demasiado: incluso dando por sentado que cierren, dudo mucho que utilizaran el local para refundar la vieja papelería Torres, ni falta que hace. Mejor que perdure solo en la memoria, como tantas otras cosas de aquella época. Volviendo a Robinson Crusoe, he de decir que la edición en cuestión era (y sigue siendo) bellísima, con un montón de ilustraciones que yo me quedaba analizando al detalle, completamente embobado, cuando no intentaba reproducirlas a mi manera en un folio en blanco, sin mucho éxito que digamos. Tendría que pasar un tiempo para que fuese capaz de hacer una digna copia del señor Crusoe, pero no sería extraída del libro que me regaló mi madre, sino de un ejercicio de plástica que hicimos en el colegio y que provocó tanta admiración en la señorita Alicia que esta me animó a ir a la clase de los cursos más bajos para enseñarles lo que había hecho. Pero claro: aquel ejercicio fue rematadamente fácil comparado con las ilustraciones de mi libro, que tenían un no sé qué de sagrado que dificultaba su reproducción hasta límites insospechados.
En cuanto a la impresión que el libro me causó, no hace falta decir que ni fue tan profunda como un artículo de este tipo querría sugerir a toda costa, ni tampoco tan desastrosa como para quitarme las ganas de leer. Después de todo, no tenía más que ocho años. Sí recuerdo que, al terminarlo, después de grandes esfuerzos y de explotar hasta la náusea los diccionarios Sopena y Vox (más este último), experimenté una sensación de orgullo difícil de explicar, algo así como un orgullo adulto, el orgullo de quien lleva a cabo una gran empresa que apenas unos meses antes daba por imposible y, habiéndola superado contra todo pronóstico, adquiere el compromiso de alcanzar iguales o más altas cotas en el futuro. La historia en sí me gustó, claro, tan aficionado como siempre he sido a cuanto pudiera estar relacionado con el mar, aunque no tanto como las ilustraciones ya mencionadas y el concepto de libro entendido como un objeto en sí mismo, un objeto que no tiene necesariamente que ser utilizado para el propósito con que fue creado pero que nos satisface por igual con solo verlo decorar nuestras estanterías. En fin, algo que nos sucede a muchos incluso siendo adultos, lo mismo que esa querencia inexplicable y hasta malsana por el olor de los libros, nuevos o viejos, según el gusto de cada cual.
Es por eso que ahora, cada vez que voy a casa de mi madre y entro en la que fue y de algún modo sigue siendo mi habitación, cada vez que me dejo envolver por la penumbra azulada y me embarco en mil y una viejas aventuras surcando los siete mares, y me quedo observando al chiquillo que fui abriéndose paso torpemente a través de la vida, imaginando historias en las páginas en blanco de mis libretas, absorbiendo como una esponja cuantas historias hallaba en las páginas ahora amarillas de mis libros, cada vez que repaso con la vista aquellos tesoros de infancia que descansan en la estantería, la estantería vencida, colgando de la pared del refugio de los sueños, siempre tengo una suerte de consideración especial hacia este Robinson Crusoe, porque de algún modo fue el primero, calara lo que calase en mi conciencia, ejerciera el mágico influjo que tuviera a bien ejercer: el primero de muchos, el pionero, el que superó el difícil reto de no echar por tierra una afición maravillosa que a fin de cuentas ha terminado marcando para siempre mi vida. La vida real, pero también la vida imaginada.
Muy linda tu entrada. Yo leí este libro de grande y me entretuvo muchísimo, salvo la última parte, en que ya deseaba que se dejara de tanta aventura y vuelva a la civilización tranquilito a tomar el té inglés. Tengo una reseña en el blog; hasta le encontré su mensaje trascendental. Mi tesoro de niña fue Mujercitas. Lamentablemente (o afortunadamente), he vagado mucho por la vida y no tengo una antigua habitación ni trastos ni ejemplares de mis libros antiguos, pero recuerdo las tardes de abstracción en que leía, escribía, pintaba, creaba. Todos los adultos deberíamos reencontrar ese espacio.
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Muchas gracias por tu comentario, Paula. Totalmente de acuerdo contigo: todos deberíamos intentar reencontrar esos espacios de la infancia, ya sigan existiendo de forma física o solo en nuestro interior
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