
Las emociones son siempre difíciles de gestionar. Algunas veces, las menos, logran ser barruntadas con tiempo suficiente como para ponerles coto; otras, en cambio, asaltan sin previo aviso. En ese sentido, y tomando únicamente las emociones auténticas, esas que no admiten ser anticipadas, podría decirse que las canciones son grandes catalizadores de las emociones: desencadenan, en dosis justas, una reacción que no se puede explicar de manera sencilla. Este fenómeno puede darse reiteradamente a lo largo y ancho de nuestras vidas, tanto con canciones que hemos escuchado hasta la saciedad y que resultan infalibles para ponernos tiernos, como con canciones que, aun habiendo sido escuchadas tanto o más que las anteriores, jamás llegaron a tocarnos la fibra muy profundamente. Hasta que un día, a saber por qué motivos, lo consiguen.
Mi niñez nunca fue una de mis canciones favoritas de Serrat. Tolerable, sí, incluso agradecida a veces, con una letra maravillosamente escrita y una melodía a la altura, pero con eso y con todo nunca la consideré como parte de un hipotético top ten. No sabría decir tampoco en cuántos conciertos del Nano he estado: el primero, celebrado en la plaza de toros de Málaga como parte de la gira de Nadie es perfecto, fue allá por 1994. Yo tendría 13 o 14 años, y aquel fue mi primer concierto. Desde entonces, giras diversas (Sombras de la China, Cansiones, incluso su vuelta a los escenarios en 2004 después de algunos problemas de salud, en esta ocasión en Madrid), y siempre el deseo insaciable de escuchar cuantas más canciones de las llamadas «clásicas» mejor: Pueblo blanco, Tío Alberto, De cartón piedra, Mis gaviotas, Vencidos, En cualquier lugar, En nuestra casa, Barquito de papel ... Alguna vez, a lo largo de todos estos años, hubo suerte (recuerdo, por ejemplo, Poema de amor y El titiritero cantadas de seguido en homenaje al primer single que Serrat sacó en castellano), otras tuve que conformarme con las canciones más recientes y/o canciones del disco que venía a promocionar, claro. Otra espinita clavada fue siempre el caso prácticamente omiso que el bueno de Serrat hizo de su repertorio en catalán por estas latitudes, provocado, seguramente, por actitudes absurdas y deplorables de una muy pequeña parte del público malagueño (pequeña pero, eso sí, ruidosa a la hora de silbarle por «osar» cantar una canción en catalán fuera de su tierra). Sea como fuere, y volviendo al principio de este párrafo, entre todas mis querencias y frustraciones Mi niñez jamás se contó como una de las más recurrentes. Podría decirse, incluso, que hacía décadas que no recordaba esta canción.
Así fue hasta este domingo, cuando tuve la suerte de asistir al concierto de despedida que Serrat dio en Málaga. El último, el definitivo. Gracias a Maite, cómo no. Era de ley que así fuera, que mi vida actual, mi vida mañana, quedara ligada a mi vida de siempre, para siempre. Las expectativas eran altas en cuanto a repertorio, y moderadas, para qué engañarnos, en cuanto a calidad interpretativa. Por suerte, ambos aspectos quedaron de sobra satisfechos. El recorrido que Serrat hizo por su discografía, al margen de la habitual omisión del repertorio en catalán (solo cayeron dos esta vez: una preciosa versión de Cançó de bressol y una siempre sobrecogedora Pare) y de alguna que otra ausencia notable (por ejemplo: ningún recuerdo para la interesante tríada de discos de la década de los 90, aquellos que nutrieron tantas noches de conciertos de mi adolescencia), estuvo a la altura del acontecimiento, pero fue la irrupción totalmente inesperada de Mi niñez, rescatada de las catacumbas de las emociones, el momento álgido de «mi» noche, ese instante que llevaré siempre guardado en el corazón y que servirá, acaso junto con las Nanas de la cebolla, para identificar sin ningún género de dudas su lugar en el recuerdo.
«No hay sitio para la nostalgia aquí», había dicho Serrat momentos antes de cantar Mi niñez, la segunda canción después de haber empezado el concierto con Dale que dale. Y de repente el mundo se me vino encima. ¿Por qué? Ya dije antes que las emociones son difíciles de controlar. Como había hablado con Maite ese mismo fin de semana, hay ciertos temas que solo la perspectiva de los años y la madurez permite afrontar como se debe. La infancia, o más bien su recuerdo, o más que más bien su pérdida, es uno de ellos, uno que, especialmente en los últimos tiempos, tengo muy presente: el niño que fui, las ilusiones que fueron, la naturaleza desprovista de adornos, la inocencia sin contaminar. Todo lo que fue y se perdió, todo eso que de repente se me vino a la garganta en forma de nudo mientras Serrat cantaba aquello de «Crucé por la niñez imitando a mi hermano, descerrajando el viento y apedreando al sol…». También los conciertos, las largas tardes en los aledaños del Cervantes o la plaza de toros esperando con los amigos de mi hermano a que Serrat llegara para pedirle un autógrafo. Todo. Todo se me juntó en un segundo, puntos ya lejanos en la larga línea que empieza a representar mi vida, como compendio o enseñanza, nostalgia aunque no hubiera sitio para ello, lección bien aprendida pero dolorosamente olvidada. Para cuando Serrat entonó los últimos y acertados versos, «¿Y dónde, dónde fue mi niñez?», yo hacía serios esfuerzos por no derramar una lágrima. No podía, ni quería. Tampoco que Maite me viera así y se preocupara. «Todo está bien, vida—le habría dicho en el peor de los casos—. Es solo que este cabrito todavía me tenía guardada una última sorpresa». Quién me lo iba a decir, sí: una sorpresa más, después de casi treinta años siguiéndolo. Otra deuda. Algo más que aprender.
Solo me queda decir, por tanto, una cosa: gracias por todo, maestro. Por hacernos a todos mejores personas, por enseñarnos a pensar, por apostar por nuestra emoción a través de tus canciones.
Gracias y hasta siempre.