Al final de este viaje (de ética y principios)

La reivindicación imprudente de principios y derechos jamás necesitados continuaba su curso. Seguíamos siendo jóvenes después de todo, y al impulso autodestructivo generado por el rock, a la pose atormentada de quien escucha y hace alarde de canciones retorcidas, de esas que sugieren más que muestran, era necesario también añadir las dosis justas de conciencia social e idealismo. Ser alguien de convicciones profundas, alinearse de manera casi suicida a la izquierda de los buenos, cuando pensábamos que, todavía en las postrimerías del siglo XX, los malos a los que había que combatir eran los mismos que treinta o cuarenta años atrás, y también dejarse deslumbrar por iconos revolucionarios y teóricas causas justas sin saber de la misa la mitad, a la manera insensata y apremiante de cualquier chaval de veinte años, se hacía por aquella época tan indispensable para el forjado de nuestra imagen adulta como el vestuario o el corte de pelo. Por supuesto, todo aquello era preferible, me importa tres mierdas lo que cualquiera pueda decir al respecto, a presentarse en sociedad declarándose convencido votante de derechas avalado por una supuesta y profunda comprensión de la actual coyuntura geopolítica y blablablá. Ser rojo era, sencillamente, más molón, por mucho que ambas opciones, y sigue importándome tres mierdas si estoy en lo cierto o no, estuvieran desde mi punto de vista equivocadas: una por exceso de idealismo, cuando no de incongruencia, y la otra por error de base.

En medio de todas estas consideraciones, que más que consideraciones podrían asumirse prácticamente como instintos, los del supuesto bando de los buenos seguíamos dejándonos embelesar por las canciones de Silvio Rodríguez, adalid anacrónico de una revolución que había dejado de incumbirnos desde mucho antes de que naciéramos. Al final de este viaje era, quizás junto a Mujeres, el disco por excelencia, aquel en el que la política descarada y la poesía más sublime se daban mejor la mano. Glosar las andanzas del Che, arremeter contra la propiedad privada y las convenciones sociales, o reivindicar el rol de la canción como instrumento político, eran propósitos debatibles que sin embargo convivían en milagroso equilibrio con monumentos al amor como Ojalá (por mucho que hubiera gente que quiso interpretarla también en clave política), Óleo de mujer con sombrero o Aunque no esté de moda. Cada cual, dependiendo de la belicosidad del momento y del estado de ánimo, se decantaba por un tipo de canciones u otro, también dependiendo del foro y de a quien se pretendiese impresionar. Pero, en cualquiera de los casos, era mejor no ahondar mucho si no queríamos quedar en evidencia.

Porque las canciones de Silvio Rodríguez siempre fueron a la canción de autor lo que, salvando las distancias, podían ser las canciones de Héroes del Silencio al rock: un denso mar incomprensible. Había que tener mucha imaginación, poca vergüenza o simplemente falta de luces para pretender argumentarlas o entenderlas en su totalidad. Como mucho algunos trozos, frases sueltas, intenciones sugeridas. Jamás el conjunto, a no ser que la temática quedara clara ya desde el título, cosa que tampoco es que sucediera habitualmente. Y aun así todo lo que cantaba era siempre extremadamente bello. Quería serlo, queríamos que lo fuera, al margen de la historia terrible, en absoluto poética, que subyacía, bien maquillada para la ocasión bajo un buen puñado de palabras hermosas. Una voz suave, una guitarra plácida derramando arpegios, un mensaje claro en su concepto pero indescifrable en el detalle, listo para ser interpretado a necesidad. Con eso bastaba.

Bastaba, al menos, a los veinte años, cuando escuchar a Silvio Rodríguez era todo un signo de prestigio entre los muchachitos alineados del lado bueno del mundo, un mundo que todavía pensábamos que era preciso cambiar y cuyo cambio creíamos tener en nuestras manos. A los cuarenta, aunque no deje de ser una experiencia gratificante, es recomendable escuchar al bueno de Silvio debidamente distanciados de la ideología, a no ser que se quiera sufrir intoxicación de bilis. Por suerte, mis cuarenta son descreídos y escépticos, equidistantes lo mismo de los extremos que del centro de las cosas, de manera que todavía de vez en cuando puedo permitirme el lujo de disfrutar de la sensibilidad de estas canciones sin reparar más de lo necesario en la ética del mensaje.

Siempre es mejor así que intoxicarse de política.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s