El rostro aciago

Es fácil identificarlo. Lo mismo por sus palabras que por sus actos. Camina entre los hombres con la soberbia del ser superior, avalado por el peso de la razón, por la indefectible voz de la experiencia mal entendida y peor interpretada. Es así como dispone, de las vidas y del tiempo, de las esperanzas y del engaño, sumidero pestilente de prejuicios, manipulador de historia y de conciencias. Suele asomarle a los ojos la estremecedora determinación de quien nunca se detiene, nunca se equivoca, siempre adelante, adelante pese a quien pese, orgulloso y condescendiente, rostro amable cuando cree en la victoria cómoda, temible y despótico, gesto fiero si se le ofrece resistencia. No hay paciencia, fe o causa primigenia que no sucumba al poder del miedo, de la ignorancia, del recelo mezquino que suscita la divergencia. No importa el color, la creencia o el signo del pensamiento; el peligro se alimenta de la pobreza de miras, crece desproporcionado sin hacer prisioneros, aboga menos, siempre menos por la paz que por la guerra.

Es el rostro inconfundible, aciago, de la ideología. Y es fácil, muy fácil identificarlo. Campa a sus anchas, pudre tu mente, te consume el alma. Así que no te creas exento, no. En mayor o en menor medida, sea por convencimiento o por ciencia infusa, es probable que ya te hayas dejado ganar o vencer, pobre librepensador, por alguna ideología repulsiva.

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