
Sopla un viento suave. Riza la superficie metálica del mar, inflamando olas poco a poco: cumbres y valles de espuma, respirando como bestia dormida al calor amarillo del sol.
Camina por la orilla, pies descalzos, sonrisa plácida. El viento agita la ropa suelta en torno al cuerpo. Una mano protege los ojos del blanco, los ojos horadando el aire.
Hacia donde la montaña penetra la bahía, hacia donde los edificios de la ciudad lejana parecen camuflarse entre sal y bruma. Asoman a la costa donde cae la puesta lenta de sol.
Hacia allá camina.
A su paso la espuma estalla en la orilla, arremolinada en torno a cuerpos menudos que vienen y van. Levanta la mirada y los observa un instante: cuerpos blandos correteando, huyendo, acechando, y al fondo los viejos edificios, desdibujados como atrezzo de teatro, complementando, amenazando un mundo que es mundo sin su presencia, un mundo al margen de leyes y costumbres, de intrigas y pesares.
Las risas de los niños. La espuma. Ese era el mundo. Lo fue siempre, es, siempre regresa. De las entrañas del sufrimiento a la libertad de una tarde de verano, del quejido ahogado del alma al clamor eufórico del instinto. De lo complejo a lo simple.
Todavía los escucha en el viento. Gritos, risas. Ahora. Se detiene y mira alrededor, buscando en vano. Era, es el instinto. Vacío, inconsciencia, reír por reír, correr por correr. Y, mientras, el agua explotando en torno a los cuerpos. El mundo era mundo sin el pesar que duerme entre los edificios. El mundo era, es más sencillo jugando con las olas.
Una tarde de verano, hecha de mil tardes. Jugar por jugar, una tarde eterna que siempre regresa, cada vez que asoma a la playa, que camina por la orilla, cada vez que la piel se le eriza al contacto del recuerdo.
Allá, donde rompe la espuma.
Allá transcurrió feliz su infancia. Allá vuelve ahora, evadiéndose del mundo sobredimensionado que aguarda, siempre aguarda.
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