
«¿Qué sabrá el mundo de lo que nos pasa por dentro? ¿Qué le importará? Creo que te amé desde el primer instante en que posaste tus ojos sobre mí. Desde que tuve conciencia plena de ello. Amar, entonces, ha de ser seguramente cosa de locos. ¿Pero cómo no hacerlo? ¿Cómo no quererte? Sería como repudiarme a mí. Somos demasiado parecidos. Hemos estado desde el principio tan claramente destinados a conocernos, a amarnos y nunca más separarnos, que me sorprendo ahora concibiendo la vida nada más que como una suma necesaria de tu vida y la mía, ambas fundidas en una vida única para siempre, desde el principio hasta el final. Tanto es así que ya no comprendo mi vida antes de ti. Me pregunto qué demonios hacía yo antes de conocerte. A qué venía eso de lamentarme de tantas y tantas cosas, si en el fondo sabía que tú y yo habíamos de encontrarnos tarde o temprano. La vida era una pérdida de tiempo, o un tiempo nada más que invertido en la preparación necesaria para el momento exacto, preciso y precioso en que hubiera de situarme frente a ti. Ahora lo veo claro, o ni siquiera eso. Antes, mucho antes de ahora lo supe, desde que oí tu voz y tu nombre y encontré para siempre mi lugar en este mundo. «Falta de ambición», dicen algunos. «Conformismo patético», se atreven a juzgar otros. La vida, nuestra vida, aseguran, no debe quedar jamás supeditada a la existencia más o menos aleatoria, más o menos fortuita, de otra persona. Para eso somos personas únicas, maduras e independientes. Nadie puede depender de nadie. Está de moda reivindicar la soledad como algo buscado y deseado, el yo frente al nosotros. Todo lo demás es sometimiento y anulación, falta de miras. Amor mal entendido. Pero yo te quiero, cariño, yo no me entiendo sin ti, sin nosotros habitando este espacio y este tiempo. Del mismo modo que durante largos meses fui incapaz de concebir una semana sin extraviarme de manera furtiva en el hueco cálido de tus miradas, ahora, tantos años después, soy incapaz de concebir un solo minuto sin la certeza incuestionable de saberte dentro de mí. Todo cuanto tenemos lo hemos construido juntos. Nació de la nada, de una mañana de sábado. De mi angustia y de tu curiosidad, del azar caprichoso y bendito. Nació del vacío de una mente en la que de golpe se hizo la luz tras un período de negras sombras. Y ya no puede dejar de existir. Ya no».
Fragmento de Una mañana en la plaza
De sombra y de luz. Relatos Vol. I
Será verdad que el amor viejo no tiene cabida en este mundo nuevo de prisas e indiferencia. Será que todos los tópicos están demasiado vistos, y que no reparamos realmente en quien tenemos al lado si no asoma la cabeza a través de una pantalla. Veinte segundos de gloria, imagen de multiverso, un texto inacabado, largo y pesado como lo es este mismo. Y luego, sin compasión, el olvido. Será que no tenemos tiempo y que tememos ser señalados, frágiles, dependientes como somos por culpa del amor, juego de sometimientos deleznables más o menos consensuados, estigmatizado como rémora, la gran rémora del siglo, por personas aguerridas y solventes, autosuficientes, individualistas, personas que ni sienten ni padecen ni tan siquiera desean hacerlo, personas que reivindican el falso espejismo de una libertad que, en cualquier caso, no debería venir justificada ni por su egoísmo ni tampoco por sentimientos tales como eso que llaman amor.
Será, sí. Lo que quiera cada cual que sea. Bueno, malo o regular. Tóxico o conmovedor, excusa u objetivo. El caso es que yo te quiero, cariño. Que yo no me entiendo sin ti, sin nosotros habitando este espacio y este tiempo.
Así de simple.