Los hermanos Karamázov

«Los hermanos Karamázov», de Fiódor Dostoievski. Editorial RBA.

He de reconocer que a veces me paso de burro o de listo, según se mire. Empezar a escarbar el universo de Dostoievski por su obra más extensa y quizás más compleja fue sin duda un desafío, pero también supuso, como se verá, una elección en cierto modo salvadora. El caso es que el voluminoso tomo de RBA estaba ahí, solo en la sección de clásicos de La Casa del Libro de Gran Vía, y yo llevaba una racha bastante negra en lo que a lecturas se refiere. En aquella época, y por alguna vergonzosa razón (vergonzosa porque solo se me ocurre achacarlo a cierta soberbia injustificada por mi parte), consideraba el género de la novela como algo caduco y fallido a la hora de satisfacer mi curiosidad: podía estar horas deambulando por la librería de acá para allá, ojeando este o aquel libro, decidiéndome si llevármelo a casa o no, dejándolo en su estantería y volviéndolo a coger al cabo de unos minutos, para al final llegar a la conclusión de que ninguna de las opciones consideradas, por sorprendente que pueda parecer, colmaba mis prejuiciosas expectativas. Ahí estaban Vargas Llosa, Cela, García Márquez, Dickens, Murakami, Saramago, algunos de ellos ya leídos, otros inéditos por aquel entonces, como los dos primeros, y sin embargo ninguno parecía lo suficientemente bueno para mi… digamos estado de ánimo, aunque podría llamársele soberbia, pura y llanamente. Porque no era que esos autores me pareciesen malos; es que pensaba que ni podían sorprenderme ni tampoco suponían un verdadero desafío para mí. Como si ya hubiera leído todo lo que tenía que leer durante mi vida y cualquier otra cosa, habiendo cubierto de sobra el cupo exigible, sobrara. Lo dicho: la racha era de las negras, de las muy negras. Más pronto que tarde, pese a todo, iba a reencontrarme con viejos placeres olvidados: uno de ellos era el de la escritura, y el otro, el de la lectura gozosa. Sabato, Tolstoi, Steinbeck, y otros autores que me impactaron en menor medida, como Faulkner, Chabon o McEwan, pero que también contribuyeron a la causa, estaban a punto de colarse en mi vida para no salir de ella, pero fue Dostoievski, por sorpresa y sin planearlo, quien abrió la puerta de la redención. Es cierto que podría haber empezado, como muchos seguramente recomendarían, por leer «Crimen y Castigo» o «El idiota»; sin embargo, fueron los desestructurados hermanos Karamázov los que estaban esperándome en aquel estante polvoriento de la primera planta. ¿Dostoievski?, me dije. ¿Por qué no? Jamás me lo había planteado, a pesar de lo mucho que podría haber fardado en ciertos ambientes gafapastosos diciendo que leía al autor ruso y que, por ende, estaba al tanto de las intrincadas sendas del alma humana. Bueno, es verdad que yo ya no frecuentaba demasiado esos ambientes (en realidad no es que los hubiera frecuentado mucho nunca), así que el hecho más o menos fortuito de toparme con la posibilidad jamás premeditada de comprarme un ladrillo del amigo Fiódor Mikhailovich, así, de repente y sin anestesia, cobró más valor si cabe en ese momento: no solo no respondía a uno de mis ataques de presunción, sino que además serviría también para acabar con la vana arrogancia de creerme saciado de literatura.

Centrándonos en la novela en sí, y aunque seguramente parte del mérito corriese a cargo de la excelente traducción de Augusto Vidal, he de decir que lo primero que me llamó la atención nada más empezar a leerla fue lo bien escrita que estaba. Sí, ya sé que no es una apreciación muy aguda tratándose de Dostoievski. Sí lo es, sin embargo, en lo que se refiere a la importancia de saber elegir bien una buena edición a la hora de acercarse a un libro como este. Ya se sabe: la tan traída y llevada cuestión de la traducción de otros idiomas, que, si ya es relevante de por sí en algunas obras en lengua inglesa o alemana (se me vienen a la cabeza un par de libros de mi biblioteca, sin ir más lejos), qué decir tiene en obras escritas en ruso. Pero, volviendo al tema, y aun a riesgo de seguir resultando perogrullesco pese a la explicación aportada, debo reafirmarme una vez más en lo jodidamente bien escrito que estaba el libro, con un estilo cristalino y sencillo (sencillo, claro está, solo en apariencia), un estilo podría decirse que bastante asequible incluso, para nada esperable en un autor de la densidad que se le presupone a Dostoievski. En definitiva, una verdadera delicia. Y es que, desde mi punto de vista, Dostoievski, junto a Tolstói o Galdós, es uno de los mejores narradores de la historia de la literatura. Así de taxativo y de rotundo, si bien asumiendo, tras ayudarme el bueno de Fiódor a salir de mi error, lo mucho que me queda por descubrir todavía en cuestiones literarias. Los tres autores nombrados arriba, por cierto, son realistas del siglo XIX, y todos ellos, puestos a seguir diciendo perogrulladas, de sobrada solvencia a la hora de llevar a cabo su cometido: reflejar la vida tal y como esta debía de ser. Y eso es lo que Dostoievski consigue, ni más ni menos, en «Los hermanos Karamázov». Plasmar en palabras la vida entera, una visión de la realidad desde todos los ángulos posibles: el psicológico, el de las bajas pasiones y las miserias humanas, sí, pero también el filosófico y el religioso (mención aparte para el famoso capítulo del Gran Inquisidor), todo ello articulado en torno a la vida de tres (más uno) hermanos más o menos bien avenidos y un padre absolutamente gilipollas que, aunque no esté bien decirlo, recibe lo que merece. Lástima que siempre tenga que haber alguien que pague los platos rotos.

Me muestro deliberadamente ambiguo en los detalles de la trama, no por dejadez como de costumbre, sino porque no quiero chafar la novela a quien tenga verdadero valor para leérsela. Y digo lo del valor con conocimiento de causa, porque hay que reconocer que, a lo largo de sus más de mil páginas, la novela tiene algún que otro altibajo, especialmente en su primera mitad, demasiado pausada e incluso aburrida en ocasiones (así ocurre, por ejemplo, con el libro sexto, dedicado al monje Zósimo). Los acontecimientos empiezan a acelerarse, sin embargo, en la segunda parte, y nos precipitan casi sin darnos cuenta y felizmente (felizmente para el paciente lector) al epicentro mismo de la tragedia, al crimen, al castigo, al arrepentimiento y la locura, a ese proceso judicial que, quién lo diría tras haber sobrevivido a aquella primera mitad un poco más monótona, es capaz de mantenernos con el alma en vilo hasta las últimas páginas. El viaje a través de la novela es, en resumen, largo y exigente, pero merece la pena completar el recorrido. No hay nada que se escape aquí, no hay recurso que Dostoievski escatime deliberadamente, decidido a plasmar en estas páginas no solo su alma, sino la esencia íntegra del mundo que conoció, amó y detestó a partes iguales. Es, como comentaba antes, el puro reflejo de la vida, la vida desde todas sus perspectivas, disfrazada para la ocasión de drama familiar al uso. Monumental y a la vez sencillo, tan sencillo que podría parecer fácil. Pero no lo es. Nunca lo es.

Dostoievski quería que «Los hermanos Karamázov» fuera su mejor obra, la cima de su literatura, y probablemente lo consiguió. Desde luego hay pocas novelas que abarquen tanto. Quizás «Guerra y paz»; quizás, barriendo un poco para casa, «Fortunata y Jacinta» o «La Regenta». Son obras al alcance de muy pocos, clásicos en el buen sentido de la palabra. Qué pena que, cada vez más, esos clásicos vayan quedando arrinconados en anaqueles polvorientos de librerías que cuidan más el margen de beneficio que esa cultura que tanto promulgan. En mi caso, me topé con «Los hermanos Karamázov» por casualidad; durante un buen rato me debatí con el libro entre las manos antes de decidirme a comprarlo, y en todo ese rato nadie, absolutamente nadie, pasó por delante de la estantería ante la que yo me encontraba. Finalmente me lo llevé, como pude haberme decantado por llevarme cualquier otro: «Grandes esperanzas», «Anna Karenina», «Middlemarch», o alguno de Galdós, prácticamente inexplorado en aquella época. Sin embargo, no estaba yo para grandes alardes. Aun así, y con un poco de suerte, esos libros que quedaron allá cumplieron también su objetivo, y sirvieron para salvar, en el momento justo, ni antes ni después, a alguien que lo necesitaba de veras.

Un comentario en “Los hermanos Karamázov

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